I. ARGENTINA CERNE. UNA BIOGRAFÍA. Alberto Caffaratto Ladoire.

II. RECORDANDO A ARGENTINA. Marina Cerne.

III. SER PINTORA EN TRIESTE EN LOS AÑOS VEINTE. Laura Ruaro Loseri.

IV. LAS ESTACIONES DE LA PINTURA DE CINETTA. Laura Ruaro Loseri.

V. EXPOSICIONES Y CRÍTICA. L. R. L., A. C. L.


Argentina Cerne

Una biografía, pero también la historia de una familia.


Argentina ventenne

Argentina a sus veinte años. Primeros tanteos con el óleo. 1920-21, c. Del catálogo Ar. Cerne, a cargo de Laura Ruaro Loseri, Trieste, 1990.

Para la biografía de Argentina Cerne será necesario partir de dos premisas sin las cuales no se podrá explicar correctamente el personaje. La primera, la constante presencia de su familia en su vida: un bloque sólido y unitario que, frente a circunstancias y dificultades en verdad notables, se mantuvo siempre unido a pesar de que parte de sus miembros vivieran en tres países, Italia (Austria, en realidad, hasta 1918), Francia y España, y además, todo ello a caballo de tres guerras.

La segunda premisa es el intentar aproximar su tiempo, tan diferente del nuestro, que convendrá recapitularlo en parte. En primer lugar, con respecto al papel reservado a la mujer en la sociedad de la época. En 1902, año de nacimiento de Argentina, Trieste, su ciudad natal, pertenecía todavía al Austria de los Káiseres, al Imperio Austrohúngaro. Uno de los lugares mejores del mundo para vivir entonces, pues su calidad de vida, condiciones sociales y riqueza eran sin duda los que correspondían a una gran potencia. Y Trieste era el principal puerto marítimo del Austria imperial y la cuarta capital de ese imperio, después de Viena, Praga y Budapest, una ciudad rica, industrial, comercialmente próspera y socialmente avanzada.

Sin embargo, no hay que olvidarlo, en 1902, las mujeres en Austria y en Italia —pero más o menos como en toda Europa—, ni siquiera tenían el derecho de voto (en Italia, por ejemplo, sólo se obtuvo plenamente en 1946) y, en la práctica, estaban consideradas como menores de edad hasta su matrimonio, en cuyo caso pasaban a estar sujetas a la tutela económica y social de sus maridos. Sus hijos varones, alcanzada su mayoría de edad, tenían más derechos civiles que sus propias madres.

Sirva por lo tanto esta premisa para ilustrar las circunstancias dentro de las cuales tenían que vivir y actuar las mujeres de la época, y esto no es ocioso, porque Argentina, como sus hermanas, aunque fuera de cualquier militancia política, fueron mujeres muy adelantadas a su tiempo que, a pesar de las circunstancias de entonces, supieron abrirse camino por sí solas frente a dificultades que, para nuestra suerte, hoy no imaginamos o, más sencillamente, desconocemos o hemos olvidado.

Un ejemplo: cuando hacia el final de sus estudios en la Escuela Industrial del Estado (el estado austriaco) Argentina quiso cursar la Escuela de Desnudo (una especialización de la época), hubo de convocarse una reunión al más alto nivel académico para poder otorgarle el permiso. Única mujer entre todos sus compañeros varones y la única hasta entonces que había mostrado semejante pretensión, hubo de recibir el consentimiento, excepcional, y después afrontar dichos cursos en compañía únicamente de hombres y con modelos igualmente masculinos. Sin duda, era una elección profesional y madura, pero también una gran novedad para la época, razón de que además aún marcara socialmente de forma negativa.

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Dibujo de uno de sus compañeros de la Escuela Industrial del Estado (austriaco) en Trieste, 1917-18. Propiedad del Museo Revoltella, Trieste.

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Retrato de otro compañero de clase en este mismo período.
La pintora tenía entonces dieciséis años. Propiedad del Museo Revoltella, Trieste.


Y aunque los tiempos iban madurando lentamente, el permiso le fue concedido. Porque ciertamente no faltaron las razones para ello, que no eran otras que su excepcional capacidad como dibujante. Tanto, que al final de sus estudios hubo de reunirse de nuevo el consejo académico y esta vez para discutir si asignarle una calificación que se otorgaba muy raramente, la de eminente, que también le fue concedida. Única mujer entre tantos hombres, compañeros como profesores, estos, que a pesar de las costumbres de su tiempo, cumplieron con su deber y supieron reconocer su talento.

No estaba nada mal para una alumna todavía jovencísima. Y de esta capacidad fuera de lo común, hablan bien claramente sus dibujos de la época, por fortuna conservados en parte por la familia, y en particular, su autorretrato y las perfectas caracterizaciones de las cabezas de sus compañeros de clase en el curso escolar 1917-18, es decir, en plena Primera Guerra Mundial y que hoy son propiedad del Museo Revoltella, de Trieste. Ciertamente asombran, máxime si se tiene en cuenta que eran obra de una estudiante de apenas dieciséis años.

Por entonces, libertades hoy indiscutibles, como la posibilidad para una mujer de dedicarse a una profesión no decidida por otros, sino a la preferida por ella misma, no se conquistaban a bajo precio, y muy frecuentemente, de ninguna manera. Pero en este sentido Argentina tuvo la suerte de nacer en una familia donde se respetaba el arte, y cuyo padre, un artesano de la madera muy capacitado, supo inculcar en sus hijos dos máximas que nunca están de más: que la excelencia se adquiere solamente con el trabajo y que las cosas hay que saber merecérselas, pero que si los méritos existen, los permisos se conceden sin más discusiones. No será tal vez un gran descubrimiento, pero es algo que siempre resultó una buena criba para separar a las personas inteligentes de las que lo son menos. Y Antonio Cerne, su padre, debió de serlo para saber decidir entonces, cuando todavía la palabra o la voluntad de un padre eran ley, con una sabiduría que sin duda resultó beneficiosa para toda su familia.

Y para beneficio también de la joven artista, el camino ya le había sido allanado en parte por su hermana mayor, Natalia. Argentina era la cuarta hija de Antonio Cerne y de Teresa Curtin, ambos de origen goriziano. De la familia de Antonio Cerne sabemos que procedía de una aldea a los pies del santuario del Monte Santo, Grgar, hoy en Eslovenia, y que, huérfano de padre desde muy pequeño, fue trasladado por su madre, a pie, hasta Gorizia-Nova Gorica (ciudad hoy mitad italiana, mitad eslovena, pues está atravesada por la frontera entre los dos países, que cuenta, entre uno y otro lado, con un total de unos 60.000 habitantes).

De la familia materna Curtin, se encontraron documentos relativos a la posesión de una viña en las colinas de Cormons (hoy en Italia), donde aún se produce un excelente vino blanco y donde este apellido es bastante común. E históricamente, desde las aldeas, los hijos menores eran empujados a emigrar hacia las ciudades: a Gorizia en primer lugar, y algo más tarde a Trieste. Allí se conocieron los padres y allí pusieron casa y familia. Tuvieron cuatro hijos, tres mujeres y un varón. Natalia, Bruno, Alba, y la última, Argentina.

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Argentina, a la izquierda, con cinco años, con su Madre, Teresa Curtin, y su hermana Alba. 1907, circa.

Natalia, la primogénita, nació en 1887, Bruno en 1893 y Alba en 1898. Después, el padre, a rebufo de las corrientes migratorias que a finales del siglo XIX llevaron a tantos europeos a buscar fortuna en América, emigró a Argentina. La familia permaneció en Trieste, sacada adelante por la madre, sastra, que trabajaba además con la esperanza de seguir al marido en el Nuevo Mundo. Esperanza fallida, porque Antonio enfermó de gravedad y hubo de ser localizado con la intervención del estado austriaco, cuyas autoridades fueron capaces de repatriar a su ciudadano en los primeros meses de 1900. No debió de ser fácil para nadie, pero finalmente tampoco debió de irle tan mal, en el sentido de que a su regreso tuvo a esta última hija a la que llamó Argentina, señal indudable de que en cierto modo le había quedado agradecido a aquel país. Después, con su taller de ebanistería, en el que había unos pocos empleados, más la colaboración de su mujer, modista, que también contaba con dos jóvenes ayudantes, pudo sacar adelante dignamente a su familia y dar estudios a sus hijos.

Natalia, la hermana mayor, fue una mujer de carácter fuerte y decidido, estudió música vocacionalmente, primero con alguna perplejidad del padre, y después, con su plena colaboración. Se convirtió en una capacitada concertista de violonchelo que, en los primeros años de 1900, ya se encontraba en París tocando en un grupo triestino de concertistas de cámara con el que recorrió Europa, más o menos como hoy podría hacerlo cualquier grupo de músicos de rock. Y así, también la hermana se abrió un camino de independencia económica y profesional gracias a su pericia. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial se encontraba en París, y como ciudadana austriaca y por lo tanto enemiga, fue internada en un campo por las autoridades francesas.

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Natalia, su hermana concertista, segunda por la izquierda. París, 1922, c.

El primer violín del grupo de cámara en el cual trabajaba entonces, el francés Maurice León Ladoire, su novio, consiguió sacarla del campo de internamiento mediante matrimonio (y dolor de cabeza da el pensar en el papeleo que debió de suponer el contraerlo dos súbditos de países enemigos). Pero, hijo de un noble, fue desheredado de su título y despojado de medios económicos, tal que había sido amenazado por su familia si de verdad se atrevía a casarse con una 'cómica'. Ya era prácticamente escandaloso que él mismo fuera violinista, pero que su mujer no perteneciera a su mismo estamento social era del todo impensable y sus padres no se lo perdonaron. Tal era el signo de los tiempos. Sin embargo, fue un matrimonio por amor y en pocos años tuvieron tres hijos.

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Acuarela de la Rochelle, Francia, 1925, c, propiedad de los Museos Provinciales de Borgo Castello, Gorizia, Italia.

Y Argentina, en la posguerra, terminados sus estudios con las máximas calificaciones posibles, ya en los años veinte-veintiuno, y por consejo de su maestro, el afamado pintor triestino Carlo Wostry, se marchó a Francia donde residía su hermana Natalia. De esta manera, se encariñó enormemente con los hijos de su hermana, que había enviudado recientemente. Al marido se lo había llevado el mal de la época, la tuberculosis. Y así, su estancia en Francia no fue solamente la imprescindible entonces para un pintor joven llegado con el afán de estudio, aprendizaje y mejora, fue también la Francia de la familia de la cual Argentina nunca se supo separar como tal vez hubiera debido hacer. Pero trabajaba duro, dibujaba, dibujaba siempre y lo dibujaba todo. Son de la época magníficas acuarelas (algunas en el Museo de Gorizia) y dibujos, a la sanguina, al pastel, al carboncillo, a lápiz graso, y también, pero pocas, sus primeras obras al óleo.

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Ejercicio de copia de una postal, todavía de época escolar, hacia 1918, de las Montenegrinas que se veían con frecuencia entonces en Trieste, con sus coloridos vestidos.

En verano, los largos veranos de la época, las hermanas regresaban a Trieste, a la casa familiar donde vivían los hermanos Bruno y Alba, además de sus padres. Los sobrinos de Argentina, llegados cada uno a la edad de ser escolarizados, marcharon a vivir a Trieste, con sus tíos y sus abuelos, invirtiéndose entonces los términos de las largas vacaciones de aquellos tiempos de la belle époque: en verano regresaban con su madre a su Francia natal. Argentina iba y venía de un lugar a otro, recorrió Francia, acompañaba con frecuencia a su hermana, y regresaba por largos períodos a Italia a seguir estudiando con Wostry y a tejer poco a poco su relación con la profesión y con los primeros clientes, mientras la hermana seguía tocando por toda Europa con su grupo de música de cámara.

Pero llegada a este punto, Argentina no dio el necesario salto como se hubiera esperado, empezando por ella misma, desde la premisa de haber sido una firme y segura promesa a sus veinte años, quedándose en un estadio intermedio, el de una amateur altamente dotada y capacitada, no en el de una profesional reconocida y cotizada. ¿Por qué razones fue así? No lo sabemos, no quedan papeles o documentos en la familia para profundizar en estas causas, pero es posible que su carácter, enérgico, al tiempo que caótico en el trabajo, aunque quizás demasiado 'dulce' socialmente, pudiera proporcionar una parte de la explicación.

Además, Argentina verdaderamente no sabía vender bien su talento. Vendía poco y regalaba mucho, y le costaba asumir la disciplina de terminar un trabajo, pasar página e ir al siguiente. Y aunque en su fuero interno y con su obra era una mujer perfeccionista y segura de sí misma, sin embargo, hacia fuera, siempre le faltó más fuerza, más energía en el discurso y el saber exteriorizar su autoestima, si se me permite la pequeña o aparente contradicción, de tal manera que la pusiera en condiciones de cierta igualdad con tantos colegas y contemporáneos cuya palabra o decir sobre sí mismos superaba seguramente la calidad de su propia obra, y de lo cual, por cierto, siempre se quejó ella en privado. Le faltaba labia, en resumen, pero nunca consiguió cambiar este comportamiento o tendencia innata que fuera.

Y así, aun siendo una pintora válida y competente, carecía de seguridad y también, para decirlo en términos modernos, de agresividad comercial y de ese cierto carisma que se le supone a un artista. Además, muy probablemente, se consideró obligada a mantener unos lazos familiares muy fuertes que, si por una parte y sin duda le proporcionaban apoyo y seguridad, por la otra le cerraron en parte su camino.

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Retrato de su hermana Natalia, fechado en 1922, por lo tanto, seguramente realizado en Francia y perteneciente al período menos documentado de la pintora.

De estos años veinte y primeros treinta carecemos hoy tanto de testimonios como de documentos, es una época obscura de Argentina. Sus dos sobrinos mayores faltan ya hace largos años y la memoria de las personas ya ancianas de la familia no llega más allá de mediados los años treinta; nos falta por lo tanto toda la época de juventud de la pintora. Además, su verdadera confidente, su hermana Alba, la que la precedía en edad, fue una mujer seria y muy severa respecto de la custodia de las confidencias que le hacía Argentina, y a los familiares que le solicitaron en ocasiones ciertos datos y detalles sobre la vida privada de la pintora, a los cuales ya solo ella podía dar respuesta, se los negó siempre con el argumento, respetable sin duda, pero lamentable para la posteridad, de que aquello que le había sido confiado solo a ella, no sería ella ciertamente quien lo divulgase.

Así, hoy su juventud es casi un misterio. No se casó y apenas tenemos muy ligeras noticias sobre amigos, compañías, amores y pretendientes. Hemos documentado uno, al principio de los años veinte y poco más. También es cierto que la pérdida durante la Segunda Guerra Mundial de todas su pertenenecias, de lo cual se hablará después, es responsable en buena parte de esta carencia de datos.

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Barcas en La Rochelle, Francia, 1925-26, c., ciudad en la que residió un tiempo con su hermana y sus sobrinos a mediados de los años veinte.

La obra de la cual disponemos de esta primera época, pero también de buena parte del resto, es principalmente de propiedad familiar. Desconocemos si en Francia o en Italia, en los veinte, vendió regularmente. Sí sabemos con seguridad que su pintura se afirmó al final de la década y de ese período disponemos de pocos cuadros, pero sí de bastantes dibujos.

Terminada la Gran Guerra, en los años veinte, Italia vivió el ascenso y el triunfo del fascismo. La familia no estaba particularmente politizada, pero sí se mantenía ideológicamente dentro de un discurso favorable a las libertades cívicas, próximo a un socialismo moderado y mantenido dentro de las filas del catolicismo, como tantos otros en aquel tiempo y en ese país como en otros. En particular, su hermano Bruno Cerne, irredentista en el momento del inicio de la Primera Guerra Mundial (en sentido estricto, el término se aplicaba a los partidarios en Italia de que los territorios de habla y cultura italiana del noreste del país, pero pertenecientes al Imperio Austrohúngaro desde hacía más de un siglo, fueran devueltos a la soberanía italiana, de grado o por fuerza) desertó de Austria escapando a Italia, pero negándose a luchar contra sus antiguos compañeros de armas, por lo cual fue confinado en Sicilia (casi como un objetor de conciencia ante-litteram). Al final del conflicto regresó a Trieste, ya italiana, y empezó su carrera de maestro de escuela, pero fue por poco tiempo, pues en los inicios del fascismo se negó a aceptar el carné del partido, lo que le cerró todo camino de empleo estatal, es decir, el de su propia profesión.

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Boceto para un retrato de su hermano Bruno, Trieste, 1945, c.

Con no pocas dificultades se orientó hacia el comercio y la pequeña empresa y con esto pudo mantener a su familia. Casado con Herma Klauser, de origen juliano (de la región hoy italiana del Friuli-Venezia Giulia), pero de cultura austríaca, tuvo con ella una hija, Marina Cerne, llamada Mimí o Mima en familia, con la que Argentina se encariñó mucho y cuya infancia y juventud registró con minuciosidad y precisión en muchos cuadros, algunos de niña y de adolescente verdaderamente espléndidos. Mimí con el lazo azul, Mimí con sus trencitas y otros, que además de una perfecta reproducción del modelo —y una interpretación psicológica singular por la cual todavía hoy la modelo se manifiesta impresionada—, transmiten con la máxima transparencia y un realismo logrado el ambiente de la casa y la atmósfera del momento.

Del período inicial de los años veinte son también varios bocetos para carteles publicitarios de los que desconocemos qué suerte hayan corrido. En cualquier caso, fue un aspecto que también Argentina exploró, pero que quizás dejó pasar, en parte porque la publicidad estaba considerada entonces como un 'arte menor'.

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Vigoroso dibujo de su hermana Alba, con todo el gusto de los años veinte. Hacia 1927-28.

En 1928 su hermana Natalia, que seguía siempre de un lado para otro con su orquesta, de Polonia a Alemania, de Dinamarca a Francia, vino a España para dar una serie de conciertos en diferentes capitales. Y en Salamanca, la vieja capital universitaria de Castilla, un espectador de uno de sus conciertos, juez de profesión y viudo con tres hijos de la edad de los suyos, empezó a seguirla de concierto en concierto por las ciudades castellanas y se enamoró perdidamente de ella. La cortejó largo tiempo, conservamos en familia muchas de sus cartas —reenviadas después desde Trieste a media Europa, a cada lugar donde Natalia se encontrara en cada momento—, llenas de ternura y en las que le expresaba sus sentimientos. Y finalmente, Natalia, a sus cuarenta y dos años, una edad que en aquella época no significaba en absoluto lo que supone en la actualidad, sino la casi entrada en la vejez de la mujer, aceptó casarse con él y venirse a vivir a España. Poco después de la boda, hacia 1930-31, decidió hacer venir a sus hijos que vivían con sus abuelos en Trieste.

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Autorretrato al óleo, Argentina trabajando en el estudio de su maestro, Aristotile Vicenzi, Milán, hacia 1936.

Y Argentina, en 1930, empujada por sus amigos y por sus maestros, y sintiéndose finalmente liberada de sus obligaciones de ayudar a su hermana en el cuidado de los sobrinos, a los que tanto quería pero que se aproximaban ya a la adolescencia, se trasladó a Milán, sola, para buscar su propio camino con su pintura y su arte. Su amiga María Lupieri, también pintora, la condujo ante el pintor Aristotile Vicenzi, artista de fama en aquel tiempo, que la acogió como discípula en su taller, empezando así un período de severo y necesario aprendizaje que le permitió afirmarse rápidamente como pintora, y al mismo tiempo, estudiar y aprender a fondo el arte de la restauración. Esto le abrió una vía de independencia económica y personal, ya cumplidos sus treinta años. En Milán trabajó intensamente tanto en la restauración, de la que se permitía vivir y campo en el que pronto destacó como artista válida y cotizada, como en su propia pintura, que alcanzó en aquel decenio su plena madurez.

Calendario La ROchelle

Página de un calendario de Assicurazioni Generali, 1996, con una reproducción del cuadro di Argentina, Naturaleza muerta con vaso de vino, Trieste, 1943.

Notturno dalla terrazza

El espléndido Nocturno desde la terraza de Villa Irma, 1939.

Volvía a Trieste con frecuencia para estancias relativamente largas, y de ese período, hasta ya mediada la Segunda Guerra Mundial, datan sus obras de mayor fuerza expresiva y nos constan un número importante de cuadros, parte de ellos vendidos por entonces, otros después de su muerte. Tal vez haya sido el momento de la mejor Argentina, retratos espléndidos, algunos por encargo de particulares, otros de miembros de la familia y de amigos o conocidos, muchos de su madre, excelentes algunos de ellos, y de entre los mejores de su obra cabe señalar el Retrato de Cornelia Ferrari, el de Maria Stavropoulo, el Nocturno desde la terraza de Villa Irma, la Naturaleza muerta con vaso de vino... todos de gran fuerza expresiva y de una técnica ya cumplida y afirmada, y en los que se ve además, reflejado con gran sensibilidad, el gusto de la época.

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Retrato de Pierre Ladoire, acuarela sobre papel, Francia, hacia 1925-26.

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Retrato de Elena Ladoire, lápiz sobre papel, Francia, 1921.

Y aunque Argentina a lo largo de su carrera fue reconocida en particular por sus naturalezas muertas, los grandes jarrones de flores en concreto, estas mismas páginas del sitio, con la catalogación de buena parte de su producción, atestiguan claramente que era también una excelente retratista y una espléndida dibujante. Los abundantes dibujos, bocetos, cuadernos... es decir, esa parte de la obra menos cotizada y vistosa del pintor, pero que le resulta tan imprescindible como las largas escalas y los ejercicios de digitación al músico, y que por fortuna el pintor suele quedarse, nos permitió, en su caso, comprobar que siempre dibujaba y dibujaba todo aquello que se encontraba a tiro. Y nunca dejó de hacerlo hasta sus últimos días.

En este período, estalló la Guerra Civil Española. Su hermana Natalia había formado con sus hijos y con los de su segundo marido un grupo familiar que, contra las sensatas previsiones de la familia triestina, que además perdía así a sus adorados sobrinos, resultó sorprendentemente coherente y funcional.

Duero Ponte Zamora

Tarjeta postal de la ciudad de Zamora, hacia los años treinta.

Vivían en Zamora, un lugar, incluso para la época, tranquilo hasta más allá de lo imaginable. Los dos grupos integrados por los respectivos hijos, de dos varones y una mujer cada uno, no solo no chocaron entre sí, sino que congeniaron y se hicieron amigos. La hija del juez, Rosario, se encariño enormemente con Natalia, y también la aceptaron con cariño los dos chicos, y esta buena armonía duró toda la vida, e incluso después de la separación de los cónyuges, hasta el punto de que, soy testigo de ello, Agustín Pérez Piorno, aun separado, continuó viendo asiduamente a Natalia hasta su muerte, la de él, y trataba a los hijos y nietos de ella con el mismo afecto que si fueran propios.

Iniciada pues la Guerra Civil, Natalia quedó bloqueada dentro del país, no podía salir de él, ni Argentina ni ningún otro familiar podían venir a visitarla. La familia quedó dividida irremediablemente, y además porque, terminada la guerra española, comenzó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Con los países medio destruidos y las condiciones de la época ya no fue posible un reencuentro hasta 1947.

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Ritratto de su amiga Mariú, Trieste, 1933.

Argentina siguió viviendo en Milán hasta el 43, con más o menos largos períodos intercalados de visitas a Trieste. Comenzaron los grandes bombardeos aliados sobre Milán, y en ese mismo año su casa, su estudio, resultó bombardeada e incendiada. Argentina perdió todo lo que tenía menos lo que guardara en Trieste, que era lo menos. Cuadros, dibujos, cuadernos, apuntes, sus útiles de trabajo, papeles, documentos, fotografías, objetos, en fin, todo y también cualquier medio económico para subsistir. La permanencia en Milán se le hizo imposible, además de peligrosa. Fue su hermano Bruno quien, entre bombardeo y bombardeo, viajó a Milán a recogerla para llevársela a la casa familiar y a la relativa mayor seguridad que ofrecía Trieste.

Duero Ponte Zamora

Los muchachos de Villa Irma, 1943, en plena Segunda Guerra Mundial.

Pero, seguridad por un decir, porque Villa Irma, en Trieste, la casa de la cual nos dejó tantos cuadros Argentina y donde siempre mantuvo un estudio, era también la casa de su hermano Bruno que, desde 1943, tras el armisticio y la consiguiente ocupación alemana de Italia, acogía y escondía en ella a partisanos. Y así, como en las buenas películas de guerra, y como bien ha documentado y dejado por escrito la hija de Bruno, la doctora Marina Cerne, la Mimí de los cuadros, los alemanes, de vez en cuando, hacían una visita a la villa —Bruno era una persona conocida en la ciudad— e incluso se tomaban un café con él mientras en la buhardilla o en las bodegas estaba escondido el partisano o el judío de turno. Y es bien cierto que las películas las hemos visto todos y podemos imaginar libremente, pero para los adultos de la casa, Argentina entre ellos, perfectamente sabedores y cómplices de la situación, aquellos eran casos en los que se jugaban su vida y la de sus personas queridas. Tiempos terribles, en los que la conciencia del bien, del deber y de la solidaridad no eran palabra muerta, pero en los que seguir los dictados de lo que debe hacer una persona de bien chocaban frontalmente con lo que a cualquiera le indica el instinto de supervivencia. Y cumplir con el deber en estas condiciones era sin duda la elección adecuada, pero también algo peligrosísimo. Por lo tanto, hay que reconocerles el valor a quienes tomaron sus decisiones según dicta la conciencia y el sentimiento de humanidad, y estar orgullosos de ellos.

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Naturaleza muerta, la encimera de vidrio del aparador, 1944.

Sin embargo, y a pesar de todo, y también como en las películas, la calma exterior parecía perfecta. Es más, si no fuera porque se carecía de casi todo, la apariencia era de lo contrario. Argentina venía de perder todo lo que tenía, menos su vida, pero su pintura no lo reflejaba. Solo las pinceladas tenían la cuarta parte de grosor y los colores se hacían más y más lisos. Quién sabe cuáles milagros, cuáles intercambios de objetos con tremenda desventaja, había que proponer para conseguir un tubito de tierra de Siena, de ocre tostado, de azul añil, cuando solo para conseguir un poco de carne o encontrar una medicina podían pasar días y había que poder pagar con un dinero que ya no se tenía.

Naturalmente, frente al desastre, y para Argentina no solo el desastre público, general, sino el sufrido en carne propia, se pueden adoptar como artista y como persona dos posturas igualmente legítimas: la de Munch en El grito, comprendida por todos sin ninguna duda, pero también la de no querer plegarse a las circunstancias, negarlas y actuar con cabezonería, aun si destruidos interiormente, en el sentido de persistir en una afirmación de la vida mostrando una imagen de normalidad que consistiría precisamente en la negación de cuanto se está viendo o padeciendo, con el propósito casi de conjurar esta normalidad para que regrese cuanto antes y se haga verdadera. Porque estos cuadros hablan de paz, de calma, de solidez y de seguridad burguesa, es decir, definitivamente de todo aquello que ya no se tenía en aquellos tiempos dolorosos y terribles, y Argentina menos que nadie.

Duero Ponte Zamora

Argentina restaurando, en su estudio de Villa Irma, Trieste, 1949.

Vino la paz y vinieron los tiempos de posguerra, ciertamente también difíciles y no digamos en Trieste. Con la ciudad y su territorio circundante disputados entre Yugoslavia e Italia, la zona quedó bajo un Gobierno Militar Aliado hasta 1954, y posteriormente, bajo este mismo gobierno compartido con el Estado italiano hasta 1963. Y con Italia que, en definitiva, había sido un país enemigo de los aliados hasta el armisticio de 1943, la primera tentación de los vencedores fue la de conceder dichos territorios a la Yugoslavia del Mariscal Tito que, aunque incómodo, no dejaba de haber sido un aliado. Pero vino la Guerra Fría y los fuerzas contendientes acabaron por intercambiarse las cartas. Otros territorios fueron a Yugoslavia y Trieste y su zona se le asignaron a Italia en una jugada más de ese ajedrez que se había sacado Napoleón de la manga cuando acabó según sus intereses con la antigua República Veneciana y también con el más que milenario estatus triestino de ciudad libre o libremente asociada a unas y otras potencias de cada época.

Argentina permaneció en Trieste hasta el 49 y comenzó a rehacer su vida. Trabajó mucho en restauración, se hizo con una clientela, continuó con su pintura, pero ciertamente su situación personal y anímica no podían ser buenas. La guerra le dejó sus marcas.

vetrata tinello 1944.

Juntas finalmente después de más de un decenio, las sobrinas Elena Ladoire y Marina Cerne con Argentina, en el centro, En el Campanario de la plaza de San Marcos, en Venezia, 1948.

En el 47, después de más de un decenio sin haber visto a la familia italiana, Natalia y su hija Elena finalmente pudieron regresar a Trieste en una larga visita, que luego repitieron en el 48, el 50 y ya en ocasiones sucesivas. De estas estancias de las personas queridas, Argentina dejó un extenso testimonio de pinturas y numerosos dibujos. La vida empezaba a florecer alrededor, pero la persona a la que más amaba en el mundo, su madre, y de cuya época de ancianidad nos dejó esplendorosos retratos llenos de fuerza y realismo, se iba aproximando dulcemente al final de sus días. Falleció en 1949 dejándole un vacío muy difícil de colmar y más en aquella casa donde todo le hablaba de ella.

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Alegre y dulce retrato de su madre, Teresa Curtin Cerne, ya en la ancianidad, poco antes de su muerte. 1949.

Así, faltándole el vínculo con su madre, Argentina, a comienzos de 1950, decidió venir a España con su hermana, en principio quizás solamente para ver y mirar y sin duda también para pasar un tiempo con las personas que amaba, sus sobrinos, los hijos de Natalia, a los que no veía desde comienzos de los años treinta, en cuya crianza había colaborado, razón por la que se encontraba tan unida. Ahora, aquellos muchachos, los adolescentes que había dejado, eran ya hombres que abrían su camino. Christian y Elena habían dejado Zamora y vivían en Madrid, donde estudiaron, trabajaban y habrían de casarse próximamente. Pierre, Pedro en España, el más pequeño, permaneció siempre en Zamora. Fue periodista, fotógrafo y escritor, y allí vive, a la hermosa edad de noventa y tres años, en buena salud, rodeado de hijos y nietos y aún disfrutando de la vida.

Argentina quedó cautivada por España y más que nunca se vio unida a la familia cuyos lazos jamás se habían aflojado. Lo atestiguan cajas y cajas de correspondencia apretada, de los años veinte a los setenta, conservada en las casas de mi hermana Marina Caffaratto, en la de Óscar Ladoire, en la Marina Cerne... Los hermanos Cerne y sus hijos se escribieron toda la vida como enloquecidos, tenemos semanas con siete cartas enviadas a unos y a otros, en resumen, muchas veces una al día, y se puede afirmar que pasaron una parte de sus vidas escribiendo a sus personas queridas y lejanas. Además, el teléfono, en los años veinte, treinta, prácticamente hasta los sesenta, era un artículo de lujo que solo se usaba para comunicar acontecimientos excepcionales mediante costosas y complicadas conferencias internacionales que, en ocasiones, había que solicitar con horas de antelación. Durante el período de las guerras, los viajes no fueron posibles, y aun finalizadas estas, llegó la edad de la burocracia, de la nacionalidad y ciudadanía de los miembros de la familia, de cambios por matrimonio contraído, y los pasaportes, el visto bueno, los visados, los permisos de paso, las formalidades inacabables... A veces, un desplazamiento se hacía imposible porque faltaba un documento, un papel que se retrasaba. Aunque nada, bien es cierto, que no siga hoy ocurriendo igualmente, basta con preguntarle a un libio, a un marroquí, a un subsahariano, con cuánta antelación tienen que ir preparando los permisos para visitar a su padre, a su madre, a sus hijos en Europa, y cuántos lo consiguen.

Pierre,

Pedro Ladoire a orillas del Duero, Zamora, 1951-52.

Christian.

Retrato de su sobrino, Christian Ladoire, Zamora o Madrid, 1950-52.

Llegó pues Argentina a España a principios de 1950 y permaneció largo tiempo. Del 50 al 71, más de la mitad de este período, lo pasó en este país. En los primeros años, hasta finales de los cincuenta, se desenvolvió también aquí con buen éxito como restauradora. Recibía encargos habituales y regulares de anticuarios y de particulares de Madrid, Castilla y otros puntos de España. Paralelamente, montó exposiciones personales con su obra en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en Valladolid, en Salamanca, en Zamora, con excelentes críticas en la prensa de la época, Abc, Ya, Madrid y El Alcázar, de Madrid, Información, de Alicante, El Norte de Castilla, Diario Regional y Libertad, de Valladolid y El Correo de Zamora e Imperio, de Zamora... En estas exposiciones vendió numerosa obra y recibió también encargos de particulares. Retratos, paisajes y siempre muchos, muchos ramos de flores.

Circulo Bellas Artes Madrid 1952

Portada del folleto de su exposición personal en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, sala Minerva, 1952.

Autoritratto 1952

Autorretrato al carboncillo, en Spagna, 1952.


En España, su base de trabajo se encontraba en Zamora, en casa de su hermana Natalia. Pero también pasaba largas temporadas en casa de sus sobrinos en Madrid, Christian y Elena. Regresaba también a Italia con cierta periodicidad, también para largas temporadas, pues allí la esperaban siempre su hermana Alba, su confidente y amiga, su hermano Bruno, su sobrina Marina y su cuñada Herma Klauser. También eran otro grupo sólido y ella añoraba asimismo estar en su compañía. Después, en 1954, empezaron a llegar los sobrinos, nietos, el primero, yo mismo, y Argentina, que con los niños se encontraba casi más a gusto que con los adultos, retomó una vez más su trabajo de fiel registradora de crecimientos, además de ofrecer su ayuda cada vez que la creía necesaria.

Christian.

Fotografia frente a Villa Irma, en 1960, poco antes de la muerte de su hermano Bruno. Desde la izquierda: Natalia, Bruno, Argentina y Herma Klauser.

En el 61 falleció su hermano Bruno y regresó a Italia, y a partir de ese momento, empezó un constante ir y venir entre los dos países. Trabajaba y tenía estudio en Italia y España, y es de esta época de donde arrancan mis recuerdos infantiles de sus viajes en tren, cargada de inverosímiles cantidades de objetos que facturaba en baúles enormes y maletas y cajas y más cajas. Arrastraba consigo obras empezadas, obras inacabadas o a medio terminar, cuadros para vender, para regalar, objetos sin cuento... Y la preparación de cada uno de aquellos desplazamientos o expediciones se iba haciendo con los años cada vez más compleja.

1958 manzana colorada

Una manzana colorada. Maite Caffaratto, 1958.

1958 manzana colorada

Apunte, Madrid, 1958.

De esta segunda mitad de los cincuenta y primeros sesenta quedan magníficos dibujos de todos los niños, bastantes óleos y muy numerosos bocetos, apuntes y pruebas tomadas del vivo de la vida en familia. Tenemos en el sitio, en el apartado bocetos, varios espléndidos de Maite Caffaratto, de niña, como figuran también de casi cuarenta años antes los de su madre Elena Ladoire (nombrada a veces como poupée) y los de sus hermanos Christian (Cri cri) y Pierre (Pierul). Se sentaba Argentina en una diminuta sillita plegable que arrastraba por todas partes de las casas, armada de cuaderno y lápiz graso o carboncillo, y así, se situaba a ras de suelo para ponerse en lo posible a la altura de los niños y dibujaba a enorme velocidad un boceto, un apunte detrás de otro. Seguía a Maite, que parecía un perfecto diablillo y además un canónico putto renacentista y capturaba sus posturas y movimientos casi como un fotógrafo. Sus sobrinas nietas, las primas Ana y Maite, muy parecidas entre sí, fueron inspiración de muchos dibujos a lápiz o en colores y de vivísimos retratos al óleo. A su edad de dos, tres, cuatro años, parecían manzanas coloradas, niñas como de anuncio de detergentes o de comidas infantiles, y un excelente retrato de Ana Ladoire, de pequeña, se encuentra en la galería inicial de esta página.

ponte duero zamora 1950f.

El puente del ferrocarril sobre el Duero, en Zamora, la ciudad en la lejanía. 1960, c.

Además, en España, en Castilla, Argentina también quedó cautivada por el paisaje. No es que no lo hubiera estado de siempre, lo atestiguan sus marinas de la costa de Istria, los paisajes del Carso, los panoramas de las colinas de Trieste... Y así, también en Zamora, su campo abierto y un paisaje libre y próximo, a 15-30 minutos de tranquilo paseo a pie desde su casa, llamaron a su sensibilidad de artista. El Duero llega a Zamora después de haber ya atravesado casi toda Castilla, y allí ya es un río señorial, no una torrentera. Y el río y sus márgenes, en aquellos años todavía casi vírgenes, los alcanzaba desde su casa en un corto paseo. Después, bastaba seguir su curso o remontarlo, siguiendo senderos o pequeñas carreteras locales, para encontrar paisajes cambiantes, escorzos siempre nuevos. Por un lado, cortantes, por otro islotes, cañaverales, bosquecillos, playitas de arena, árboles majestuosos, un agua de tonos siempre cambiantes según la luz, la temporada, el caudal mayor o menor. Verdes, grises, azules, tonalidades ocráceas, reflejos plateados... Y Argentina gozaba de todo ello no solo como pintora sino de una manera personal y sensitiva.

Y habría asimismo que añadir que, como retratista, su otra gran faceta, no solo era capaz de conseguir parecidos en verdad logrados, sino que sabía captar además y con sensibilidad notable las características psicológicas de sus modelos. Habiendo tenido que revisar ingentes cantidades de fotografías familiares para la confección de esta página y, por lo tanto, las de tantas personas retratadas por ella, disfruté de la oportunidad de poder comparar las fotografías de sus modelos en la vida real con los correspondientes bocetos, apuntes, anotaciones, dibujos preliminares y finalmente el retrato al óleo, y esa comparación de algunas fotografías con cuadros del personaje en la misma época pone al descubierto el verdadero sentido de su capacidad artística e interpretativa, además de su exactitud y realismo.

1956 alberto tigre

Argentina con su sobrino nieto, Alberto Caffaratto, autor de estas páginas, durante una disputa sobre el tigre. Aunque había poco que discutir, sigo pensando que era mío. Madrid, Navidad 1955.

Argentina amaba el paisaje y la pintura al aire libre. Aunque dejó España definitivamente cuando yo tenía diecisiete años, mantuve con ella una relación estrecha que duró desde mi nacimiento. La vi muchas veces, de niño, no solo dibujar o pintar constantemente en mi casa, en la de mi abuela, en las de otros familiares, sino con mucha frecuencia partir sola, tremendamente cargada para lo muy pequeña que era su persona, con un caballete pequeño desmontado, una tela o tablillas de madera, la caja de los colores, pinceles y paletas, la caña para sostener el brazo, su inseparable sillín plegable y además, pues era friolera, algo de ropa adicional, un gran pañuelo para cuello y cabeza, una sombrilla o un paraguas y su gran bolso donde, imagino, irían también un tentempié y una botella con algo de beber para las muchas horas de soledad que la esperaban. Una mujer diminuta, en sus sesenta años, cargada como un mozo de cuerda, pero con una expresión de felicidad juvenil en el semblante y la determinación tozuda de quien hace algo porque lo desea y le gusta.

Anna Ladoire.

Retrato al carboncillo de Ana Ladoire, 1961, c

Pedro Ladoire hijo.

Sanguina, Pedro Ladoire Rodríguez, 1957-58, c.

La veíamos de niños, desde el mirador de casa de la abuela, desaparecer calle arriba o calle abajo con sus pasos cortos y rápidos y regresaba por la noche con el botín conseguido. Flores, un árbol, un seto, un murete, un prado, el escorzo de una ribera, un bosquecillo, un matorral florido, un cañaveral, la ciudad lejana en la cima del escarpado, un puente, y siempre muchos, muchas atardeceres. Y tantas veces, además, como si todavía no fuera suficiente lo que cargaba, traía también un ramillete de flores de campo que colocaba de inmediato en un vaso, en una jarrita y que quizás al día siguiente le servían de motivo para un dibujo, una tablilla, una pequeña tela.

Después, en las excursiones familiares típicas de los veranos, cuando los nietos íbamos a pasar temporadas a casa de la abuela, Argentina, Cinetta (en español leído Chineta) o zia (tía) Ci (en español Chi), como la llamábamos los pequeños, hacía siempre sus planes aparte. Finalmente ayudada por adultos cuando nos desplazábamos en grupo a alguna parte, llegado un cierto momento, desaparecía con su caballete y los trebejos del oficio. Antes o después, se vislumbraba un punto en la lejanía que no era otra cosa que Argentina entregada al trabajo. Y nunca permitía adultos o 'mirones' a su alrededor y aun menos todavía que juzgaran y opinaran. Solo los niños teníamos derecho a andar cerca de ella, y cuanto más pequeños, mayor derecho. No soportaba de ninguna manera a los curiosos. Quién sabe... tal vez un extraño pudor, una inseguridad sin causa, pues desde luego oficio no le faltaba, o quizás una fuerte necesidad de soledad y de quedar en paz con sus pensamientos.

La recuerdo perfectamente, una mujer ya de una cierta edad, tanto en sus labores de restauración como en su propia creación, altamente concentrada, casi tensa, absolutamente olvidada del mundo exterior con sus obligaciones y horarios, con sus ojos penetrantes de pintor, mirando al modelo, a veces, yo mismo, o un paisaje, una fotografía u otro objeto si estaba restaurando y en ocasiones con una gruesa lupa de aumento con la que examinaba los detalles.

marina pastello 1961

Doble boceto, al pastel y lápiz sobre papel, de su sobrina nieta, Marina Caffaratto, 1960-61, c.

Tenía una mirada muy firme, muy fija, inquisitiva, un verdadera mirada de pintor. En ciertos momentos, mientras trabajaba, entrecerraba los ojos observando lo pintado y parecía entonces una máquina o un ingenio captador de luz más que la mujer dulce que era siempre. Quieta y firme como una estatua, lo único que movía con grandísima precisión era el brazo, la mano, la cabeza. Después, de vez en cuando, se ponía de pie casi de un salto, con una agilidad impensable y caminaba hacia atrás, dos, cuatro pasos, seis pasos, inclinaba la cabeza, y más que mirar, observar o juzgar lo hecho, se podría decir que casi escaneaba el cuadro. Y ahora mismo, removiendo estos recuerdos, me acude a la cabeza Leonardo da Vinci y su Tratado de la pintura, con los consejos y consideraciones sobre perspectivas y distancias y a cuántos pasos hacia atrás, mientras trabajaba, debía ir el pintor, según la distancia a la que se encontrasen el primer plano, el segundo, el fondo que estuviera pintando. Y ese balet de Argentina, atrás y adelante, a centímetros, a tres cabezas, a cinco pasos de la tela, con el pincel suspendido en la mano, quieta e inquisitiva, es precisamente lo que ahora me trajo la memoria. El misterio de un arte, pero también el oficio canónico de un pintor trabajando. Y el privilegio de haberlo podido ver.

Llegaron los años sesenta, y así sus sesenta años, la proximidad de la vejez, por lo tanto, su biografía que ahora se convierte también en mi recuerdo biográfico y a una edad, la mía, que es la suya de entonces. Argentina tenía un algo del prodigioso Marcovaldo de Italo Calvino. La mirada siempre al suelo, a espiar la vegetación o dirigida al cielo, a las nubes. Espiaba literalmente el cielo como ciertos hombres el paso de las mujeres. No se le escapaban un color, un detalle, una nubecilla, los mismo atraían su interés los nubarrones que se juntan para un temporal como la serenidad de las atardeceres de verano. Si algo aprendí de ella fue el gusto por los paisajes, por el campo y por los atardeceres, por el mar. El mar la emocionaba siempre, estuve con ella en el mar, en Andalucía un par de veranos, y la acompañé también varias veces en sus cacerías por los alrededores de Zamora. En un cierto momento, a mis ocho, a mis diez, a mis doce años, me tomó como su caballero. Y como Marcovaldo, en el río, en el campo, en las laderas rocosas que encerraban las playas, empezaba, dirigida por ella, la fiesta de las conchas, de las caracolas, de los guijarros veteados de colores, de las flores a escoger con cuidado y con atención, no todas, no cualesquiera, solo las que iba señalando. Y ella era a veces una máquina de señalar: —Mira esa nube, mira ese árbol, mira ese escorzo, ese ángulo, huele este perfume, mira esos colores...—. —Mira, mira, mira—. Y ya lo creo que yo miraba todo, Argentina nunca cansaba y siempre tenía razón cuando llamaba la atención sobre algo a observar.

En casa de su hermana tenía su estudio, una habitación llena hasta arriba de cuadros, y además, otro cuartucho, obscuro, junto a la cocina, que era la gruta de Alí Babá y mi verdadera tierra prometida. Allí la acumulación de objetos era indescriptible. Argentina había inventado y puesto en práctica el bricolage decenios antes que el Leroy-Merlin. Arreglaba o apañaba casi cualquier cosa, menos la radio. Sabía de electricidad, de carpintería, de fontanería, eliminaba atascos, arreglaba los grifos, cepillaba, aserraba, estucaba y retocaba, dejaba nuevo lo viejo y envejecía lo reciente según necesidad.

El restaurador es un mago, no digamos ya para un niño, pero la restauración es una ciencia que depende en gran parte del saber arreglarse con lo que hay y del conocimiento de una gran cantidad de disciplinas prácticas. De materiales, de barnices, de instrumentos de óptica, de pintura, de los tipos y características de las distintas maderas, también de metales, de herramientas y de mucho más. En resumen, un mundo. Pero ese mundo, para funcionar, dependía del mundo acumulado en ese cuartucho. Había allí de todo, pinceles, colores, paletas, espátulas, rascadores, cuchillas, marcos, telas, tablillas, papeles y cartones de todo tipo y herramientas, maderas, clavazón y herrajes, pegamentos, colas, disolventes, barnices y botes y cajas y cajitas llenas de cualquier cosa imaginable que pudiera resultarle útil para su trabajo y además, estucos, arcillas, tierras, metales, productos químicos... en fin, todos los bienes de Dios puestos en cornucopia y la totalidad de todo aquello que no le está permitido tocar a un niño por ser tóxico, venenoso, corrosivo, lesivo, punzante, cortante, peligroso o pesado.

ALberto 1958-59c.

Óleo sobre tela, inacabado, retrato de Alberto Caffaratto, 1958-59, c.

Oscar 1959c.

Óleo sobre papel, retrato de Óscar Ladoire, 1959, c.

De pequeño, naturalmente, la entrada al Paraíso estaba prohibida y la puerta cerrada con llave. Más tarde, mayorcito, fui siendo admitido gradualmente como 'asistente', y a este objeto, poco a poco también, me fueron siendo proporcionadas las coordenadas para aprender a navegar en el caos, que no es poco regalo. —Alberto, tráeme la cola de pescado, está en un cucurucho de papel azul grueso que está a la derecha de los botes de mermelada, los que tienen dentro los tornillos largos con tuerca, que están encima de las pesas de plomo. Alberto, tráeme dos espátulas de las grandes y un pincel plano del doce. Alberto, mueve un poco la mesilla, y debajo, al fondo, encontrarás un envoltorio de papel de estraza que tiene dentro unas tiras de cuero. Alberto, tráeme el librillo del pan de oro, el más pequeño. Alberto, esta mañana he dejado el tubo de blanco de zinc sin tapar, está en el cajón de los blancos. Búscale un tapón en la cajita de los tapones intermedios y pónselo. Y no toques donde sabes que no debes.—

Y sí, en las estanterías no solo había los muchos cajones de los distintos tubos de colores, junto a otros centenares de otros objetos misteriosos, sino las cajas de los tapones medianos y las de los pequeños y las de los grandes, y las de las chinchetas y las de los clavos de tapicería o los de fijar las telas a los bastidores, y las de los trozos de goma y las de las gomitas que servían para todo, y las de los tubos de pomada que, vacíos, cortados, lavados, alisados y abiertos por la mitad, que Argentina empaquetaba en bloques de decenas que pesaban increíblemente para su tamaño, pues eran de metal maleable, y que luego utilizaba para realizar reparaciones en las traseras de tablas y telas. Y yo iba y venía feliz de ayudar en ese arte medio alquimia, medio ciencia, medio magia. Y era un juego más divertido que cualquier juego. Y aprendí muchísimas cosas útiles, a barnizar, a tensar una tela, a tapar agujeros, a poner estuco en las grietas, a clavar, a prensar y a encolar y a saber usar cuáles pegamentos y para qué y para lo que servían unos y no otros y por cuáles causas.

Marbella 1967

Costa española en las proximidades de Marbella, año 1967, c, se iba en verano, en julio, agosto, y así se veía obligada a pintar Argentina en sus últimos años para protegerse de su alergia a los químicos de su trabajo.

Pero precisamente toda esta actividad, todos estos productos químicos y los disolventes y el aguarrás, los ácidos, los barnices y los propios colores eran su peor enemigo. El contacto constante con estos productos literalmente la envenenaba. Ya estaba enferma desde hacía tiempo por esta causa, pero a partir de sus sesenta años las crisis se agravaron. Terribles erupciones en la piel le impedían el sueño y con frecuencia no le permitían ponerse al trabajo. Todos en la familia la vimos muchas veces pintar disfrazada casi como un buzo. Llegó al punto de tener que cubrirse brazos y piernas, el torso, después de haberse untado con las muchas pomadas de las que dependía, cubrir esas telas con plásticos y luego vestirse encima de todo ello para evitar la inhalación y los vapores de los productos con los que trabajaba. Llegó a pintar hasta con guantes, tapada completamente con un gran pañuelo con el que envolvía cabeza y cuello, dejando fuera solo los ojos por exponerse así en lo mínimo posible a los tóxicos que la envenenaban.

1965 davanti al cuadro

La pintora fotografiada junto al mismo cuadro que también vemos a su izquierda. Hacia 1965.

marina pastello 1961

El río Duero a su paso por Zamora, hacia 1965.

Y también la vista empezó a traicionarla. Después vino el golpe, en el 68, de la pérdida de la casa de su hermana, en Zamora, que a fin de cuentas también era la suya a todos los efectos. Tras treinta años, los propietarios, un convento de monjas, obligaron a Natalia a desalojarla aduciendo su necesidad de destinarla a otros usos. Para ellas fue un drama. Natalia, con ochenta años, no tenía otro lugar donde ir sino a casa de sus hijos en Madrid, pero para ella, y para Argentina, la pérdida de la independencia era el mayor drama posible. Sin embargo, no quedaba otra salida y Natalia vino a nuestra casa, con su violonchelo, naturalmente, pues nunca dejó de tocar casi hasta su muerte. Pero su casa en Zamora, no pequeña, era también el estudio de Argentina, su base de trabajo y no había otras casas en la familia en España de tamaño suficiente para alojarla, no solo a ella sino la infinidad de cosas que la acompañaban, sin olvidar además todo lo que Natalia tenía que llevar consigo, que no era poco.

Así, Argentina decidió regresar a Italia, en lo que pensó que sería su recolocación definitiva. Pero el destino le reservaba todavía otro golpe. Su sobrina Elena, mi madre, enfermó gravemente a finales del verano del 69 y fallecía sobre las navidades, con apenas cincuenta y dos años. Argentina regresó a España, no ya tanto con la idea de trabajar sino con la de echar una mano a la familia tan duramente golpeada. Pero la situación todavía empeoró cuando poco después falleció también, en Madrid, su hermana Natalia. Y Argentina comenzó entonces su última tournée por España.

pepito 1961

Argentina fotografiada retratando a la pequeña Blanca; Pérez, Zamora, 1970, c.

Ya con la salud frágil, con la vista en condiciones cada vez peores y enferma además de artritis, algo terrible para la imprescindible precisión de la mano de un pintor, empezó sin embargo a trabajar de nuevo como una obsesa. Quería retratar a todos los sobrinos y a los sobrinos nietos, a todos los niños por última vez. Y el Duero, y las montañas de la Sierra de Madrid, donde fue tan feliz en los veranos del 58 y el 59, y los campos de Castilla y más ramos de flores y, y, y... Y regresó a Zamora porque deseaba retratar a la última nacida de su sobrino Pedro, Alicia, niña de pocos meses, y retrató también a los hijos de José María y de Daniel, hijos a su vez de Agustín Pérez Piorno, el que fuera su cuñado, el segundo marido de Natalia, y finalmente, hecho todo ello, cesó la actividad. Esta vez, pasado el verano del 71, regresó a Italia, a casa de su hermana Alba y su cuñada Herma Klauser, su casa también, pero ya definitivamente. Cargó cajas y cajas de cuadros, de dibujos, de bocetos, de cuadernos, buena parte del trabajo hecho en España en veinte años, regaló otro tanto a la familia, a amigos, a conocidos, y partió. Y no volví a verla.

Golfo Trieste Tramonto 1972

Atardecer en el Golfo de Trieste, óleo sobre tabla, 1972, c.

Carso 1973

Vista desde las colinas del Carso triestino, óleo sobre tabla, una de las últimas obras de Argentina, 1973.

Su estado físico continuó deteriorándose, pero no su intelecto, y esos dos años finales también registraron una actividad no menor. La casa familiar en Trieste, siempre en una colina, pero esta vez en la de San Giusto, asomaba sobre el puerto y el golfo de la ciudad. Hizo muchos pequeños cuadros desde la ventana de su estudio, en particular óleos sobre tabla. Por entonces, lo pequeño, por su dificultad de movimiento, debía de resultarle más llevadero y manejable. Y son de esta época última muchas marinas y algunas vistas nocturnas, muy bellas, del puerto de la ciudad, progresivamente más libres y sueltas, llenas de pinceladas audaces y repletas de color, como si finalmente este no le faltara, y también muchas puestas de sol y una casi última vista desde las colinas próximas, quién sabe cuántas y cuáles dificultades hubo de vencer para ir y para regresar de allí donde realizó una tablilla con enorme soltura, la que ya no tenía tal vez, pero que compareció de nuevo, como si se hubiera librado de un algo que solo ella podía conocer.

rosa nera 1974

La pintora dio sus últimas pinceladas en este cuadro, que quedó inacabado en el caballete de su estudio en Trieste. Gran ramo de flores con rosa negra, 1974.

Argentina falleció el 6 de abril de 1974. Su última tela, que quedó inconclusa, la comenzó en el 70, un gran ramo de flores en un jarrón, y la interrumpió con su precipitado regresó a España. El cuadro quedó en su caballete del estudio de Via Giustinelli. A su regreso, a partir del 72, de vez en cuando le añadía una nueva flor. Tantas, que finalmente el jarrón se convirtió en un jarrón absurdo que de ninguna manera podía contener el número de flores allí representadas. Poco tiempo antes de morir añadió una última flor. Una imposible rosa negra. Después de todo, así, la obra quizás no quedara inconclusa.

Carso 1973

Portada del Catálogo, Ar. Cerne: ser pintora en Trieste en los años veinte, a cargo de Laura Ruaro Loseri, Trieste, 1990.

Después de su muerte se organizaron en Trieste algunas retrospectivas con parte de la obra existente en Italia. En 1975, se expusieron treinta cuadros en la Galería Rettori de Trieste, con nuevo éxito de ventas y buenas críticas. Después, en 1990, tuvo lugar una gran muestra en la Gallería d'Arte del Comune di Trieste, con un exhaustivo y apreciable catálogo, Ar. Cerne: ser pintora en Trieste en en los años veinte, a cargo de la acreditada especialista Laura Ruaro Loseri, con una contribución del crítico Carlo Milic.

Carso 1973

Tríptico de la exposición retrospectiva de Argentina Cerne en la galería Alla Corsia Stadion, Trieste, 1977.

Hoy, al filo del cuarenta aniversario de su muerte, hemos tomado la iniciativa de abrir este sitio web dedicado a la memoria de Argentina, seguros de la validez de su obra, y también con el espíritu de querer compartir lo que quedó disponible de ella y proponer su conocimiento a un público más amplio.

Con mi agradecimiento a Argentina por los muchos días felices de mi infancia a ella debidos.

Alberto Caffaratto Ladoire.   Madrid, abril de 2014.

Recordando a Argentina

Marina Cerne


Argentina ventenne

Mimí con el lazo azul, óleo sobre tela, Trieste, 1936-37.

El recuerdo que tengo de mi tía Argentina, la hermana más pequeña de mi padre, está ligado de manera indisoluble a momentos de felicidad y alegría. En verano, en vacaciones, en el mar o la montaña donde mis padres nos llevaban a respirar un poco de aire sano, como se decía entonces. Hablo de los años treinta. Cuando yo estudiaba primaria y ella vivía en Milán pero regresaba a Trieste en los veranos.

Más tarde le debí a ella el descubrimiento de los tesoros de Venecia, de Florencia y de Roma, que vistos a través de sus ojos adquirían un sabor cargado de una fascinación diferente, tanto estética como humana.

aquarello la rochelle museo gorizia

Montenero de Idria, óleo sobre tabla, 1935.

En el tiempo de estos primeros recuerdos la tía venía a Trieste durante algunas semanas en verano. A su llegada todo era alegría de volverse a ver, contarse muchas cosas y proyectar otras juntos. Para mis padres, ausentes todo el día a causa del trabajo, la presencia de Argentina les representaba un descanso y la seguridad de disponer de una baby sitter fiable. Después de algunos días pasados en la gran casa de Villa Irma, mis padres nos acompañaban hasta lugares que ellos consideraban menos cálidos y más salubres para mi salud de niña, entonces algo frágil. Nos dirigíamos a la media montaña, a Montenero d'Idria, al pie de los pre-Alpes Julianos, o bien al mar, a Parenzo, en la península de Istria, para pasar allí un par de semanas.

Argentina ventenne

Retrato de Herma Klauser, lápiz sobre papel, Trieste, 1938.

Mis padres regresaban a la ciudad y luego nos recogían terminado el veraneo (aquello que entonces se llamaba así, ahora el término está en completo desuso, igual que esa sana costumbre). Entre mis recuerdos más lejanos de aquella vacaciones que pasábamos juntas están los desayunos a aire libre en el balcón de madera de la casa de los campesinos que nos alojaban, con leche recién ordeñada y pan y mantequilla y miel y nubes de avispas alrededor, entre nuestros chillidos y el inútil airear de servilletas para alejarlas. Poco me ayudaba mi tía a tranquilizarme, tenía mi mismo terror por las avispas, moscas, arañas, tábanos saltamontes y demás insectos de aquel tiempo, anteriores al invento de los esprays insecticidas, y que siempre nos acosaban con ventaja.

Y esto por no hablar de las vacas, animales terroríficos que había que esquivar ya desde lejos, escondiendo a la vista qualquier objeto emparentado con el color rojo, apenas las atisbábamos en los prados o en los alrededores de las cuadras que había debajo de la casa. En aquellos años las manadas de vacas no se quedaban en los montes todo el verano, sino que regresaban cada noche a su cálido establo, atravesando lentamente las aldeas a lo largo de su carretera principal.

Y para nosotras, al anochecer, antes de acostarnos venía la caza de los mosquitos. Argentina tomaba el mango de la escoba, le clavaba en la punta un bote de metal, lo llenaba de petróleo y después, con infinita paciencia y mucha habilidad, aprisionaba uno a uno los insectos del techo de la habitación. Era caza mayor, aturdidos por el olor del petróleo caían uno a uno en la cajita metálica que al final contenía decenas de cadáveres flotantes. Un verdadero asco, pero una victoria. Y la noche transcurría tranquila sin zumbidos ni picaduras.

Argentina ventenne

Sistiana, costa de la península de Istria, años treinta finales, principios del cuarenta, óleo sobre tabla.

Argentina aprovechaba estos días de serenidad para dibujar y pintar. Los paisajes, las casas llenas de flores y sobre todo las “hierbas”: flores selváticas, árboles y setos y hojas de formas extrañas. O bien, cuando íbamos a Parenzo, el mar, sus miles de reflejos cambiantes en el transcurrir de unos pocos minutos, los acantilados de formas dramáticas y también algún bañista despernancado tomando el sol. Esto en los años 30, es decir, antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, del 40 al 45.

Recuerdo también cómo mi tía fue mi primera meta a alcanzar en mi crecimiento físico. Era la de menor estatura de la familia y así cuando, delgada y estilizada como era yo entonces, la alcancé en estatura, representó mi primera victoria en la carrera de alcanzar a los mayores, que eran mucho más altos que nosotros. Hombro con hombro nos medíamos riéndonos y recuerdo su risa y su sonrisa, argentinas como su nombre, raras pero irresistibles. Tenía un gran sentido del humor y de la ironía.

He contado muchas veces el episodio de los altos mandos alemanes que en tiempo de guerra vinieron a su estudio en Trieste, durante la ocupación alemana de la ciudad, del 43 al 45, para un peritaje sobre una gran pintura que había que restaurar. Por la noche, cenando, mi padre se dirigió a mi tía preguntándole si habían venido los visitantes anunciados.
     —Sí—, contestó Argentina, —han venido disfrazados—
     —¿Disfrazados?—, se sorprendió mi padre.
     —Sí, vamos... con todas esas insignias, patacones, borlas y cintajos...—.
     Así describía Argentina el uniforme, los grados y las condecoraciones de los altos oficiales. Menos respeto no se podía tener por la autoridad imperante...

Argentina ventenne

Lectura antes de los exámenes. óleo sobre tela, Trieste, 1947.

Tras su adiós definitivo a Milán por causa de la guerra, Argentina se reintegró bien en su ciudad natal y como competente restauradora (la experiencia acumulada en Milán le había dado una marcha de más) se vio cubierta de encargos. Los anticuarios venían a su estudio y le confiaban inmensas tablas y telas que apenas se podían meter en diagonal por la puerta. Cinetta, despacio, daba comienzo a la labor de limpieza y poco a poco, de los fondos negros y planos de tantas de esas costras, empezaban a surgir personajes, fondos luminosos, paisajes de delicia. A medida que avanzaba en el trabajo, para documentar su desarrollo, le encargaba fotografías a un profesional cualificado. Un día, estábamos en primavera, el cuadro era pequeño y el fotógrafo vivía cerca, me preguntó si llevaría la pintura, bien empaquetada, al estudio del fotógrafo. Orgullosa del encargo fui y volví con mi cuadro bajo el brazo.

La firma ampliada de la pintura confirmó lo que Argentina barruntaba, que se trataba de una obra de Caravaggio. Desconozco cuánto pudo ganar el anticuario sobre este descubrimiento, ni cuánto Argentina. Sólo sé que me ha quedado siempre un estremecimiento de orgullo y de felicidad por haber salido de paseo, una tarde de primavera, llevando bajo el brazo a Michelangelo de Caravaggio.

Y junto a los descubrimientos debidos a las restauraciones era muy interesante asistir al nacimiento de sus pinturas. Cuando le encargaban un retrato comenzaba con algunas sesiones preparatorias durante las que ejecutaba apuntes y bocetos a lápiz, de frente, de perfil, de tres cuartos hasta encontrar la mejor perspectiva, además del fondo adecuado. Le daba conversación a su modelo para que se sintiera cómodo y no se mantuviera rígido e inexpresivo. De pronto le espetaba: —¡quieto ahí! —, y empezaba rápidamente a marcar señales y pinceladas de color.

No toleraba a nadie a sus espaldas y, a ser posible, tampoco nadie más que el modelo en su estudio. De pequeña, yo fui una de sus modelos preferidas y ella atestiguó mi crecimiento en muchos retratos espléndidos y positivos y en los cuales, aún reconociéndome, a veces todavía me pregunto cómo lograba interpretar lo que quedaba detrás de la apariencia y que ella demostraba haber comprendido tan bien. Me dijo en una ocasión: quiero pintarte como yo te veo, para que dentro de muchos años, cuando nosotras ya no estemos pero estas pinturas existan todavía se pueda decir: esta es la sobrina de la pintora.

aquarello la rochelle museo gorizia

Argentina, a la derecha, junto a su hermana Alba, izquierda, y sus dos sobrinas Marina y Elena, Trieste, 1947.

Hablábamos de muchas cosas, pero no solía ser de cotilleos ni de confidencias sentimentales, como ocurre con frecuencia en las charlas entre mujeres. Durante un cierto período ella recibía casi a diario cartas procedentes de Milán, siempre con la misma caligrafía. Y existía sin duda la sospecha de un amor secreto. Y ella no negaba, pero, sonriendo, cambiaba de tema.

Son demasiadas las cosas, los episodios, las sensaciones y los sentimientos que me ligan a ella. No último, también el reconocimiento por la ayuda material de la cual me he beneficiado con la venta de sus cuadros después de su fallecimiento.

Tener artistas en la familia es algo bellísimo, pero impone también algunas obligaciones. Mis tres tías, como en la novela de Fausta Cialente, Las cuatro chicas Wieselberger, habían estudiado, una música, la otra bordado, la tercera pintura, y de su arte habían vivido.

Y yo, por vocación y formación, he tomado otros caminos. Pero en los últimos años, viviendo en una casa con las paredes cubiertas de cuadros de mi tía, y capturada por la atmósfera que emanaba de estas pinturas, he sentido el impulso de escribir, no sólo el pequeño artículo habitual de pocas páginas sobre hechos cotidianos, sino la historia del tiempo que esos cuadros narran. Y he escrito un libro, después un segundo y un tercero. No exactamente sobre ella, sino sobre el tiempo que ella ha ilustrado e interpretado, tomando sus cuadros como un hilo conductor de mi escritura. No son obras de arte, pero me han proporcionado mucha felicidad.

Y también esto gracias a Argentina.

Ser pintora en Trieste en los años veinte: Argentina Cerne.

Laura Ruaro Loseri


PREMISA

Presentar a un artista, competente pero poco conocido, es siempre tarea ardua cuando, durante su vida, su obra no tuvo ese gran éxito comercial que determina habitualmente la contribución de la crítica oficial solvente. Y esta es la primera dificultad, pero no el único problema, que plantea el estudio de las obras realizadas por Argentina Cerne y conservadas en una colección familiar.

El hecho de que no tuviera gran resonancia en Italia no establece sin embargo, de por sí un nivel determinado dentro de una escala de valores, pues muchas pueden ser las causas concomitantes en una notoriedad limitada.

Argentina ventenne

Quimpere, Francia, acuarela sobre papel, 1923.

La observación minuciosa, las impresiones y las reflexiones sobre las diversas fases y contribuciones de su pintura fueron abriendo en cada nuevo examen, con mayor fuerza, nuevos interrogantes.

En el fondo, el dilema esencial es establecer si la pintura fue para ella su razón de vida, o bien si su propia vida fue una obra de arte iluminada por la alegre facilidad expresiva de la que estuvo dotada.

A pesar de que no he llegado a una certeza documentada, me inclino por la segunda hipótesis.

Su larga vida es una sucesión de acontecimientos –me refiero a los importantes, no al día a día, del que tenemos el relato directo de una sobrina con la que compartió casa en varias ocasiones–, lógicamente concatenados en un cuadro en el que la relación familiar aparece siempre en primer plano.

Nacida en una ciudad y en una época que obligaba a muchos de sus hijos a emprender el camino de la emigración, permaneció en estrecho contacto con los suyos, mostrando una evidente inclinación por el modelo de vida patriarcal, en cuyo centro no resultaba indispensable la presencia de la fuerte personalidad del patriarca, bastaba con la institución familiar.

He sentido la necesidad de subrayar esta premisa que percibí enseguida en su obra, y que después me confirmaron, tanto una entrevista a su sobrina Marina, como la relectura rápida y breve de su biografía.

VIDA Y FORMACIÓN

Argentina ventenne

La familia Cerne al completo con ocasión del bautismo de Marina Cerne. Desde la izquierda, de pie: Argentina, Bruno Cerne, Giovanni Klauser, Alba Cerne y Christian Ladoire, sentados: Herma Klauser, Teresa Curtin con la recién nacida Marina Cerne en sus brazos, Antonio Cerne, Pierre Ladoire, Natalia Cerne y Elena Ladoire, 1930.

Argentina debe su nombre al hecho de haber nacido –la última de cuatro hermanos– el 28 de enero de 1902, tras el regreso de su padre de aquel lejano país sudamericano: una de las muchas migraciones de finales del XIX, siglo que sufrió crisis económicas cíclicas y mucho más duras de cuanto hoy pueda recordarse.

Su familia, de origen goriziano, había encontrado oportunidades de trabajo y crecimiento en Trieste a principios de 1900. Por la documentación de que disponemos, Argentina –a quien familia y amigos llamaban siempre Cinetta– destacó desde su primer año de escuela por una notable capacidad de aprendizaje, confirmada en cursos posteriores y hasta finalizar sus estudios con la calificación de matrícula y 'eminente' en Dibujo.

UNA ENTREVISTA

aquarello la rochelle museo gorizia

Marina Cerne, a la izquierda, junto a su madre, Herma Klauser y Alda Maria Leoni Parovell, en la inauguración de la exposición retrospectiva sobre Argentina en la Galería Trebbio, Trieste, 1976, c.

Pero de entre los datos recogidos y esclarecedores, por su vivacidad, los más y mejores me llegaron de boca de su sobrina. Empecé la entrevista a Marina Cerne preguntándole cuál fue su relación con la tía Argentina y cuáles eran sus recuerdos más lejanos.

Mi primer y principal sentimiento hacia ella es de admiración: la admiraba por el trabajo que hacía, que me resultaba interesante, creativo, imaginativo y siempre diferente. Pintaba y dibujaba todo lo que veían sus ojos: personas, cosas, animales, paisajes, utilizando papel, tela, madera, cristal, es decir, cuanto tenía a mano.

Recuerdo el olor que la acompañaba: a barniz, a pintura, a aguarrás. Me gustaba muchísimo y todavía hoy olfateo con ansia cuando vuelvo a olerlos.

Mis primeros recuerdos de cuando era niña están ligados a las vacaciones: la tía llegaba de Milán a pasar el verano con nosotros y aquello era una fiesta. Era la pequeña de cuatro hermanos y también la de menor estatura, lo que, por entonces, me la acercaba. Pasábamos el verano en el campo o en la playa, y mientras todos nosotros, niños y adultos, estábamos tumbados en la hierba o en la arena descansando o jugando, ella se iba a una esquina resguardada y tranquila, se sentaba sobre una piedra o en uno de sus pequeños taburetes, sacaba su caja de colores y su álbum de dibujo y se ponía a trabajar. Verdes paisajes, escorzos de mar, colinas, árboles, rocas o 'plantas' con flor prendían su atención y, pasando a través de sus ágiles y veloces manos, se introducían en su pintura. No soportaba que nadie la mirase mientras pintaba: levantaba su mirada decidida hacia quien se instalara a su espalda –conocido o extraño– y le preguntaba si no tenía otra cosa que hacer, o si no lo podía hacer un poco mas allá. Reservaba en exclusiva para los niños el privilegio de sentarse a su lado y charlaba con ellos, explicándoles lo que estaba haciendo

Algunos cuadros son de aquellos años, como La calle con la casita del techo puntiagudo de Montenero d'Idria, La basílica de Santa Eufemia de Parenzo, las Flores del Carso, los retratos con las trencitas y las uvas y tantos otros dibujos encontrados o no en los cajones de casa. En cambio, de su etapa milanesa, Marina no sabe mucho mas; la tía era misteriosa y discreta.

Son, sin embargo, años fascinantes si se piensa que esta mujer vivía sola en una gran ciudad, Milán –un poco nuestro París para los impresionistas llegados de provincias...–, cuando la mujer común se quedaba tranquilamente en su casa protegida por el calor y la fuerza de sus respectivas familias, o bien cumplían las funciones descritas en los primeros libros de Moravia.También su amiga Maria Lupieri, pintora como ella, había sentido la necesidad de irse a vivir a Milán para dar sentido a su trabajo y no terminar cayendo en la rutina.

Pero en un momento dado, la tía dejó Milán y volvió a vivir en Trieste durante muchos años. ¿Qué recuerdas de ese período?

Recuerdo también a la tía en aquellos años menos tranquilos, aunque siempre intensos: eran tiempos de guerra, de bombardeos, de toque de queda, de ocupación alemana, de falta de calefacción, comida y material de pintura. Comprar pinceles, colores al óleo, tablillas o cartón eran toda una aventura en aquel momento. Me pregunto si esas pinceladas tan finas de los años cuarenta no se debían al hecho de tener que 'estirar' al máximo el escaso y valioso color disponible.

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El huerto en Villa Irma, Trieste, 1943, pocos después del regreso de la pintora desde Milán a Trieste tras haber sufrido la destrucción de su casa y estudio por un bombardeo.

Recuerdo que, por entonces, la tía era el 'ángel de la casa' (mi madre trabajaba durante muchas horas lejos del calor del hogar). Estaba casi siempre en su pequeño estudio de ventana orientada al norte, hacia la verde colina de Gretta, en la conocida Villa Irma (propiedad Colombis), convertida en su mundo ahora, además del nuestro. El olor a pintura y barnices pasó a formar parte de la casa, e inesperadamente, manchas de colores –pinceladas de libertad–, escapadas de la paleta y de los pinceles con los que se movía por toda la casa, empezaron a florecer en los lugares más disparatados: junto al teléfono, en la puerta de entrada, junto al mueble de la cocina.

Junto con la pintura estaba la restauración, que constituía el otro pilar de su actividad, la auténtica profesión y su fuente de ingresos. La independencia económica no era fácil para una mujer de aquellos años. ¿Tenemos algún testimonio de esto?

Recuerdo los obscuros cuadros enormes, llenos de costras, que llegaban a su estudio, y del que salían, después de un trabajo de cartujo, que todavía me fascina, con su primitiva belleza y valor restituidos.

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Retrato de su madre, Teresa Curtin, Trieste, 1944, en plena Segunda Guerra Mundial.

Recuerdo ángeles cuyas alas eran falsas y ocultaban paganos mensajeros alados, recuerdo un espléndido vestido verde, escotado y adamascado, que apareció debajo del lúgubre vestido negro del retrato de una señora, recuerdo sobre todo un personaje surgido de un fondo obscuro, que lo ocultaba por completo, en un cuadro anónimo, tras cuya limpieza apareció la firma de Caravaggio (al tiempo que una inmensa emoción en la familia y en el anticuario que encargó el trabajo).

Creo que los tiempos de Villa Irma fueron tiempos felices para ella. Estaba en la plenitud de su madurez como mujer, los compañeros y amigos la consideraban y la querían, conservaba las amistades que todavía la ligaban a Milán y estaba rodeada de su familia, prácticamente intacta por entonces: su madre –mi dulcísima abuela, que aparece en sus mejores retratos–, su hermano –mi padre, que representaba la solidez del 'hombre de la casa'–, sus hermanas, sus sobrinos, su cuñada –mi madre–, todos bien avenidos formando una familia que aún vivía de forma patriarcal, pero sin oprimir a sus miembros ni arrebatarles la libertad, tal vez porque el clima de guerra y de inmediata posguerra hacía que los lazos familiares fueran más valiosos y cálidos.

Esta etapa queda reflejada en la pintura de Cinetta en grandes composiciones de flores en jarrones japoneses, o en los de cristal transparente, en interiores llenos de reflejos de luz, o en los diversos retratos de mujeres y de niños. De todo esto, quedan en casa los de los miembros de la familia, mientras que del resto conservamos fotos de algunos, como los de Mariù Stavropulos, Maria Richardson, Lia Zotti, Olivia Spazzapan y Cornelia Ferrari. Las composiciones florales eran las que más gustaban en el mercado de coleccionistas, pero en casa solo quedan cinco o seis.

En los años cincuenta Cinetta volvió a abandonar el ambiente triestino, a pesar de que en aquel momento el trabajo de la mujer comenzó a valorarse: en esos años hubo varias exposiciones en las que las pintoras, no solo participaron, sino que se convirtieron en protagonistas. ¿A qué se debe este nuevo adiós?

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Zamora con el río Duero a sus pies. Mediados de los Años cincuenta.

Fue a la muerte de su madre, acaecida justo a principios de los cincuenta, cuando Cinetta decidió volver de nuevo a casa de su hermana Natalia –la mayor de las tres hermanas–, en España, donde vivía con sus tres hijos. Natalia era un mujer bellísima, dinámica, autoritaria, que había estudiado música, era violonchelista. Ya en los años veinte, Argentina había seguido a su hermana al extranjero, cuando vivía en Francia, país que, por sus fermentos, sus vibraciones y sus novedades revolucionarias en el ámbito de la pintura, la atrajo y la fascinó, condicionando incluso algunas de sus decisiones.

En los años cincuenta fue España quien la atrapó, casi ininterrumpidamente, durante más de diez años. El apego a su hermana y a sus hijos Christian, Elena y Pedro (y después a sus sobrino-nietos), el interés por el país y por su diversidad, por los nuevos horizontes pictóricos y las buenas oportunidades de trabajo, tanto en el campo de la restauración como en el de pintura fueron los elementos que determinaron esa decisión, aunque la lejanía de Trieste le resultaba dolorosa.

REFLEXIONES SOBRE SU MUNDO

Su sobrina no alude a ello, pero el ambiente familiar se aprecia a primera vista como de burguesía medio-alta: los medios materiales, sin llegar a la opulencia, tampoco escasean, la imaginación es creativa, la moralidad sólida y real el compromiso social. Son tres hermanas –Natalia, Alba y Argentina (1902-1974) y un hermano, Bruno (1893-1960), al que se recuerda por el parecido con su madre, dulce, equilibrado y conciliador, cualidades que no trascienden del ámbito doméstico –seguramente por ciertos reparos morales– al público, donde, por su antifascismo, debe abandonar su profesión de profesor. Después de varias peripecias, se dedicó al comercio, donde pudo desarrollar con dignidad el papel de cabeza de familia.

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Las tres hemanas Cerne, desde la izquierda, Argentina, Alba y Natalia, en una postal de felicitación en las navidades de 1929-30, Trieste.

Las tres chicas también concluyeron sus estudios, pero –y sobre todo– aprendían 'lo que llenara su tiempo libre', según sólida costumbre establecida por la sociedad de la época: pintura, música, bordado. Aun dentro de tan limitada oferta, cada una de ellas logró su propio camino, al elegir el más próximo a sus respectivas aptitudes. Natalia estudia música, y con tanto éxito, que llega a ser violonchelista y concertista de cámara; viajará a Francia con un 'Quinteto Triestino' y allí se casará con Leon Maurice Ladoire, violinista. Todo un golpe de fortuna, ya que el pasar a ser ciudadana francesa le permitió disfrutar de plena libertad cuando, en Francia, en 1915, como en el resto de países implicados en la guerra, a los extranjeros de nacionalidad enemiga se les mantenía detenidos e internados. Fue un matrimonio feliz, marido e hijos no le impidieron continuar con su profesión, y su hermana Cinetta le resulta de gran ayuda, porque le proporciona la libertad de llevar una 'vida de artista', y a la vez, ella misma disfrutaba del animado ambiente cultural de la Francia de la posguerra. Alba, aunque bordaba con pericia, estudió obstetricia y se dedicó a su profesión con éxito, llegando a ser con el tiempo vicepresidenta del Colegio de Comadronas.

Por último, Cinetta buscará y encontrará su espacio al seguir su natural inclinación hacia la pintura, actividad cultural para la que no hubo ningún obstáculo en la familia. Es más, el padre, artesano, apoyó su elección: el mundo burgués en el que se movía se abría a la evolución de los tiempos. Y así, cursó sus estudios en la Escuela de Formación Profesional, y posteriormente –la única mujer por entonces–, en la Academia de Desnudo, donde todos eran hombres, incluidos los modelos. Cinetta se da cuenta, como su hermana Natalia, de que la sociedad está en el alba de la emancipación femenina, y al haberse convertido en adulta, quizá antes que sus hermanas por los duros años de guerra vividos, pone todo su empeño en el estudio. Durante los años 1920-1923 fue alumna de Wostry, pintor famoso y maestro de pintura en una ciudad que sufre de nuevo la crisis económica. A pesar de ello, y aunque ya había recibido críticas entusiastas, seguirá el consejo de su maestro de trasladarse una temporada a Francia para completar su formación. Se estableció pues en casa de su hermana, y allí parecía estar más a gusto echándole una mano con los sobrinos, que como estudiante de posgrado.

La severidad con la que se juzgaba y el escaso valor que atribuía a sus obras está bien documentado, sobre todo durante su etapa milanesa, en la que trabajó con gran éxito en el estudio de Aristotile Vicenzi, y quien, algunos años después, le escribía diciendo que debía cotizarse y hacerse pagar mejor. En Milán, Cinetta concluyó su etapa de formación, incorporándose al mundo profesional de lleno, pero no supo mantenerse alejada de una cierta actitud de señorita de buena familia, casi una simple diletante de alto nivel. Maria Luperi, su amiga, dice tener el mismo problema.

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Naturaleza muerta: Flores, jarrones y los pinceles de la pintora, Trieste, a mediados de los cuarenta.

Era una actitud sincera de la Cerne: sus cuadros están ahí, genuinamente frescos y originales, pintados por el placer íntimo de crearlos, sin condicionamientos de moda, tendencia de mercado o escuela. Son el producto de su mundo interior, quizá el elemento más consolador –como le escribió a su hermano desde España– de una vida que, a la vista de algunos dibujos inexplicables, la llevaba a creer que alcanzaría su meta anhelada, aun sin haberlo conseguido nunca.

¿Hipersensibilidad de un naturaleza romántica? Pretencioso querer resolver un enigma. Porque, además, cada corazón esconde su misterio, según dicho popular. ¿Por qué entonces querer desvelar el de Cinetta? Aceptemos como un regalo el fruto de su arte, su lección de vida, su respeto por los valores auténticos que aún hoy nos sigue transmitiendo.

Las etapas de la pintura de Cinetta

Laura Ruaro Loseri


composto disegni scolari

La destacada manualidad de la jovencísima Argentina se puede comprobar en este conjunto de dibujos de su época escolar, hablamos de sus catorce-dieciséis años, donde ya quedaba bien claro su gusto por la decoración y su sentido del color en estas primerísimas obras.

Una trayectoria académica ejemplar, donde su buen hacer fue juzgado —como ya se ha dicho— como “eminente”, calificación realmente rara.

Dibujo decorativo de trazo neto, de colores brillantes, alegres, admirablemente combinados. Se diría que tenía una verdadera predisposición por la cartelería, particularmente la publicitaria. Y la realizaría, muy limitadamente para terceros, principalmente para las necesidades comerciales de su hermano Bruno.

Pero su verdadero camino era otro y se acerca a él con mucha discreción. Dibujo a lápiz y sanguina primero, acuarela y temple después.

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Acuarela sobre papel, Perigueux, Francia, 1922.

Su arte pictórico se desarrolló inicialmente en Francia, a sus veinte años, y se desplegó de lleno durante y después de su experiencia milanesa a sus treinta. Toda una sucesión evolutiva.

La pintura de Argentina Cerne expresa siempre, y sobre cualquier otra cosa, su propio ser: sensible y también optimista, fue una mujer que amaba, sobre todo, la naturaleza; se sumergía en ella con pasión, la observaba atentamente para encontrar toda la belleza que más tarde conseguiría transmitir a sus cuadros.

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Vista del puerto de Trieste con los barcos iluminados por guirlandas festivas, 1968, c, desde la ventana de su estudio, en la colina, en Via dei Giustinelli.

Fue muy minuciosa con el color de los paisajes en cada hora del día, en sus múltiples condiciones atmosféricas y plasmó, en los tres países donde tuvo ocasión de vivir y trabajar, los tonos mortecinos de los verdes y el gris que envuelve todo, así como los plácidos azules de sus acuarelas de Normandía; los azules intensos y las inconfundibles montañas rojizas españolas o los turbulentos grises y los rosados y verdes en las rápidas pinceladas de sus últimas obras triestinas que continuó produciendo, quizá apresuradamente, por la ansiedad de conseguir decir todo lo que su inagotable vena artística le sugería.

Pero su pintura no habría podido ser diferente desde el momento en el que la restauración —en el estudio Vicenzi, en Milán— se convirtió para ella en la actividad principal y fuente necesaria de ingresos. La restauración, se sabe, quiere decir paciencia, capacidad de observación, excelentes conocimientos de física y química, intuición rápida, habilidad para la interpretación, buena mano, sensibilidad por el color y gran humildad.

Este bagaje de dotes y conocimientos lo poseía por naturaleza y por constancia.

Basta con contar los innumerables bocetos y estudios preparatorios de tantos paisajes, pero sobre todo de retratos, que son ciertamente el ámbito en el que más se desplegaba su vena artística. Los más consonantes con su personalidad y con su búsqueda retrospectiva.

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Conjunto de apuntes y bocetos, de diferentes períodos, algunos realizados a gran velocidad o apenas apuntados, que dejan buena muestra de su pericia como dibujante

Cada rostro era estudiado por ella de frente, de perfil, de tres cuartos, inclinado. Después fijaba la expresión más característica y solo entonces lo transcribía cuidando los detalles. Algunas veces lo insertaba en grupos o en una composición, también ésta minuciosamente detallada y a menudo compleja para conseguir que la persona retratada también fuera partícipe de un ambiente o de un tema. Estas son, para mi gusto, las obras más valiosas de toda la producción de Argentina Cerne.

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En la butaca junto a la chimenea, La Rochelle, Francia, 1925, aquarela sobre papel.

En la acuarela En la butaca al lado de la chimenea, que sugiere fácilmente formas y colores de Dudovich, así como en Los chicos de Villa Irma, donde se concentra en inmortalizar para el futuro las muchas caras expresivas y serenas de los chicos de la casa, crea un grupo de excepcional belleza que la acerca a Casorati o Campigli, pero conservando su propia originalidad.

Es tan suya la alegría que irrumpe en Primavera, ese busto de una joven inmersa en una fiesta colorida de capullos de flores y en un mar en calma, que no se puede apreciar, si no se está muy atento a cada detalle, con esa multitud de barquitas que parecen salidas de su pensamiento.

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Primavera, Trieste, en Villa Irma, primeros años cuarenta. Óleo sobre tela.

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Reflejos, modelo desconocida, Milán, 1936. Óleo sobre tabla.

También en Reflejos, hay un toque excepcional en el rostro atento y concentrado que mira atentamente la joya más bella de la cual emanan reflejos luminosos que lo envuelven todo, partiendo desde cada cabello y hasta confundir a la cámara fotográfica a punto de disparar.

En otras obras la figura deviene solo parte de un conjunto, el toque de color en una secuencia infinita de puertas abiertas: la axonometría tan familiar a los que con más de cincuenta años han vivido de niños en las casas triestinas de finales del siglo XIX y principios del XX. Así como los ambientes donde la presencia de alguien se siente pero no está: una silla colocada en mitad de un patio, un árbol en el que se están abriendo ya sus brotes inundándolo todo de verde. He aquí una Milán poco conocida donde incluso esos humildes espacios ofrecen rincones verdes realmente tranquilos. Finalmente, las dos hamacas en un jardín simplificado con la elegancia de los grandes, sugiriendo una charla informal

Argentina Cerne tocó todas las temáticas gracias a su inagotable gusto por leer en la naturaleza y profundizar en su sabiduría.

Estudió con seriedad y dedicación el desnudo; la presencia de libros de anatomía y medicina en su biblioteca confirma su voluntad de conocer cada detalle anatómico para no incurrir en vacilaciones en el momento de trazar la figura sobre el papel. Lo hará con elegancia y con serena naturalidad, desde sus primeras obras ya no escolares, realizadas en Milán en los años treinta. Se nota la ausencia de ese sentimiento de culpa que un falso puritanismo había impreso en tantos desnudos de la primera mitad del siglo XX, sobre todo en la pintura y escultura del centro y sur europeos.

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Desnudo con sombrero, años cuarenta finales, Tieste. Óleo sobre tela.

En España, los paisajes de Cinetta cambian radicalmente. Plasma con colores rotundos y capacidad de síntesis el ambiente cálido y fascinante de las amplias llanuras sin casas, cerradas en la lontananza por cadenas montañosas que, penetrando en la atmósfera, se tiñen de azul. Tierras onduladas o llanas, en ocasiones surcadas por ríos, cubiertas por vegetación a veces rala y a veces frondosa, interrumpidas a menudo por vastas extensiones de tierra roja que, iluminada por el sol del atardecer, toman coloraciones de fuego. Así como también aparecen el mar, las playas, el océano infinito.

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Misa en la Iglesia de San Torcuato, con su gran retablo, Zamora, Años sesenta. Óleo sobre tela.

Pero en España, Cinetta también se sintió atraída por sus gentes, por su forma de vestir, por sus actividades. Pintó tanto mercados de vacas y caballos como el folclore de las plazas, pero sobre todo se sintió atraída por la religiosidad, un sentimiento que la acompañaría hasta el final de sus días.

Pintó el silencio de antiguas catedrales aisladas, alrededor de cuyos campanarios volaban multitud de pájaros.

Sintió atracción por la devoción de aquellas personas que abarrotaban esos interiores ricos de imágenes y oros.

Narró con precisión escenas de la Biblia y ritos de Semana Santa, alcanzando una gran pericia en ese vuelo de alas en el que parece que se trasforman las palmas en la celebración del Domingo de Ramos.

En la Trieste de sus últimos años, expresa colores, atmósferas, sentimientos; y pinta su último jarrón de flores con una rosa negra.

Supo contar con imágenes también su propio final.