
Argentina a sus veinte años. Primeros tanteos con el óleo. 1920-21, c. Del catálogo Ar. Cerne, a cargo de Laura Ruaro Loseri, Trieste, 1990.
Para la biografía de Argentina Cerne será necesario partir de dos premisas sin las cuales no se podrá explicar correctamente el personaje. La primera, la constante presencia de su familia en su vida: un bloque sólido y unitario que, frente a circunstancias y dificultades en verdad notables, se mantuvo siempre unido a pesar de que parte de sus miembros vivieran en tres países, Italia (Austria, en realidad, hasta 1918), Francia y España, y además, todo ello a caballo de tres guerras.
La segunda premisa es el intentar aproximar su tiempo, tan diferente del nuestro, que convendrá recapitularlo en parte. En primer lugar, con respecto al papel reservado a la mujer en la sociedad de la época. En 1902, año de nacimiento de Argentina, Trieste, su ciudad natal, pertenecía todavía al Austria de los Káiseres, al Imperio Austrohúngaro. Uno de los lugares mejores del mundo para vivir entonces, pues su calidad de vida, condiciones sociales y riqueza eran sin duda los que correspondían a una gran potencia. Y Trieste era el principal puerto marítimo del Austria imperial y la cuarta capital de ese imperio, después de Viena, Praga y Budapest, una ciudad rica, industrial, comercialmente próspera y socialmente avanzada.
Sin embargo, no hay que olvidarlo, en 1902, las mujeres en Austria y en Italia —pero más o menos como en toda Europa—, ni siquiera tenían el derecho de voto (en Italia, por ejemplo, sólo se obtuvo plenamente en 1946) y, en la práctica, estaban consideradas como menores de edad hasta su matrimonio, en cuyo caso pasaban a estar sujetas a la tutela económica y social de sus maridos. Sus hijos varones, alcanzada su mayoría de edad, tenían más derechos civiles que sus propias madres.
Sirva por lo tanto esta premisa para ilustrar las circunstancias dentro de las cuales tenían que vivir y actuar las mujeres de la época, y esto no es ocioso, porque Argentina, como sus hermanas, aunque fuera de cualquier militancia política, fueron mujeres muy adelantadas a su tiempo que, a pesar de las circunstancias de entonces, supieron abrirse camino por sí solas frente a dificultades que, para nuestra suerte, hoy no imaginamos o, más sencillamente, desconocemos o hemos olvidado.
Un ejemplo: cuando hacia el final de sus estudios en la Escuela Industrial del Estado (el estado austriaco) Argentina quiso cursar la Escuela de Desnudo (una especialización de la época), hubo de convocarse una reunión al más alto nivel académico para poder otorgarle el permiso. Única mujer entre todos sus compañeros varones y la única hasta entonces que había mostrado semejante pretensión, hubo de recibir el consentimiento, excepcional, y después afrontar dichos cursos en compañía únicamente de hombres y con modelos igualmente masculinos. Sin duda, era una elección profesional y madura, pero también una gran novedad para la época, razón de que además aún marcara socialmente de forma negativa.

Dibujo de uno de sus compañeros de la Escuela Industrial del Estado (austriaco) en Trieste, 1917-18. Propiedad del Museo Revoltella, Trieste.

Retrato de otro compañero de clase en este mismo período.
La pintora tenía entonces dieciséis años. Propiedad del Museo Revoltella, Trieste.
Y aunque los tiempos iban madurando lentamente, el permiso le fue concedido. Porque ciertamente no faltaron las razones para ello, que no eran otras que su excepcional capacidad como dibujante. Tanto, que al final de sus estudios hubo de reunirse de nuevo el consejo académico y esta vez para discutir si asignarle una calificación que se otorgaba muy raramente, la de eminente, que también le fue concedida. Única mujer entre tantos hombres, compañeros como profesores, estos, que a pesar de las costumbres de su tiempo, cumplieron con su deber y supieron reconocer su talento.
No estaba nada mal para una alumna todavía jovencísima. Y de esta capacidad fuera de lo común, hablan bien claramente sus dibujos de la época, por fortuna conservados en parte por la familia, y en particular, su autorretrato y las perfectas caracterizaciones de las cabezas de sus compañeros de clase en el curso escolar 1917-18, es decir, en plena Primera Guerra Mundial y que hoy son propiedad del Museo Revoltella, de Trieste. Ciertamente asombran, máxime si se tiene en cuenta que eran obra de una estudiante de apenas dieciséis años.
Por entonces, libertades hoy indiscutibles, como la posibilidad para una mujer de dedicarse a una profesión no decidida por otros, sino a la preferida por ella misma, no se conquistaban a bajo precio, y muy frecuentemente, de ninguna manera. Pero en este sentido Argentina tuvo la suerte de nacer en una familia donde se respetaba el arte, y cuyo padre, un artesano de la madera muy capacitado, supo inculcar en sus hijos dos máximas que nunca están de más: que la excelencia se adquiere solamente con el trabajo y que las cosas hay que saber merecérselas, pero que si los méritos existen, los permisos se conceden sin más discusiones. No será tal vez un gran descubrimiento, pero es algo que siempre resultó una buena criba para separar a las personas inteligentes de las que lo son menos. Y Antonio Cerne, su padre, debió de serlo para saber decidir entonces, cuando todavía la palabra o la voluntad de un padre eran ley, con una sabiduría que sin duda resultó beneficiosa para toda su familia.
Y para beneficio también de la joven artista, el camino ya le había sido allanado en parte por su hermana mayor, Natalia. Argentina era la cuarta hija de Antonio Cerne y de Teresa Curtin, ambos de origen goriziano. De la familia de Antonio Cerne sabemos que procedía de una aldea a los pies del santuario del Monte Santo, Grgar, hoy en Eslovenia, y que, huérfano de padre desde muy pequeño, fue trasladado por su madre, a pie, hasta Gorizia-Nova Gorica (ciudad hoy mitad italiana, mitad eslovena, pues está atravesada por la frontera entre los dos países, que cuenta, entre uno y otro lado, con un total de unos 60.000 habitantes).
De la familia materna Curtin, se encontraron documentos relativos a la posesión de una viña en las colinas de Cormons (hoy en Italia), donde aún se produce un excelente vino blanco y donde este apellido es bastante común. E históricamente, desde las aldeas, los hijos menores eran empujados a emigrar hacia las ciudades: a Gorizia en primer lugar, y algo más tarde a Trieste. Allí se conocieron los padres y allí pusieron casa y familia. Tuvieron cuatro hijos, tres mujeres y un varón. Natalia, Bruno, Alba, y la última, Argentina.

Argentina, a la izquierda, con cinco años, con su Madre, Teresa Curtin, y su hermana Alba. 1907, circa.
Natalia, la primogénita, nació en 1887, Bruno en 1893 y Alba en 1898. Después, el padre, a rebufo de las corrientes migratorias que a finales del siglo XIX llevaron a tantos europeos a buscar fortuna en América, emigró a Argentina. La familia permaneció en Trieste, sacada adelante por la madre, sastra, que trabajaba además con la esperanza de seguir al marido en el Nuevo Mundo. Esperanza fallida, porque Antonio enfermó de gravedad y hubo de ser localizado con la intervención del estado austriaco, cuyas autoridades fueron capaces de repatriar a su ciudadano en los primeros meses de 1900. No debió de ser fácil para nadie, pero finalmente tampoco debió de irle tan mal, en el sentido de que a su regreso tuvo a esta última hija a la que llamó Argentina, señal indudable de que en cierto modo le había quedado agradecido a aquel país. Después, con su taller de ebanistería, en el que había unos pocos empleados, más la colaboración de su mujer, modista, que también contaba con dos jóvenes ayudantes, pudo sacar adelante dignamente a su familia y dar estudios a sus hijos.
Natalia, la hermana mayor, fue una mujer de carácter fuerte y decidido, estudió música vocacionalmente, primero con alguna perplejidad del padre, y después, con su plena colaboración. Se convirtió en una capacitada concertista de violonchelo que, en los primeros años de 1900, ya se encontraba en París tocando en un grupo triestino de concertistas de cámara con el que recorrió Europa, más o menos como hoy podría hacerlo cualquier grupo de músicos de rock. Y así, también la hermana se abrió un camino de independencia económica y profesional gracias a su pericia. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial se encontraba en París, y como ciudadana austriaca y por lo tanto enemiga, fue internada en un campo por las autoridades francesas.

Natalia, su hermana concertista, segunda por la izquierda. París, 1922, c.
El primer violín del grupo de cámara en el cual trabajaba entonces, el francés Maurice León Ladoire, su novio, consiguió sacarla del campo de internamiento mediante matrimonio (y dolor de cabeza da el pensar en el papeleo que debió de suponer el contraerlo dos súbditos de países enemigos). Pero, hijo de un noble, fue desheredado de su título y despojado de medios económicos, tal que había sido amenazado por su familia si de verdad se atrevía a casarse con una 'cómica'. Ya era prácticamente escandaloso que él mismo fuera violinista, pero que su mujer no perteneciera a su mismo estamento social era del todo impensable y sus padres no se lo perdonaron. Tal era el signo de los tiempos. Sin embargo, fue un matrimonio por amor y en pocos años tuvieron tres hijos.

Acuarela de la Rochelle, Francia, 1925, c, propiedad de los Museos Provinciales de Borgo Castello, Gorizia, Italia.
Y Argentina, en la posguerra, terminados sus estudios con las máximas calificaciones posibles, ya en los años veinte-veintiuno, y por consejo de su maestro, el afamado pintor triestino Carlo Wostry, se marchó a Francia donde residía su hermana Natalia. De esta manera, se encariñó enormemente con los hijos de su hermana, que había enviudado recientemente. Al marido se lo había llevado el mal de la época, la tuberculosis. Y así, su estancia en Francia no fue solamente la imprescindible entonces para un pintor joven llegado con el afán de estudio, aprendizaje y mejora, fue también la Francia de la familia de la cual Argentina nunca se supo separar como tal vez hubiera debido hacer. Pero trabajaba duro, dibujaba, dibujaba siempre y lo dibujaba todo. Son de la época magníficas acuarelas (algunas en el Museo de Gorizia) y dibujos, a la sanguina, al pastel, al carboncillo, a lápiz graso, y también, pero pocas, sus primeras obras al óleo.

Ejercicio de copia de una postal, todavía de época escolar, hacia 1918, de las Montenegrinas que se veían con frecuencia entonces en Trieste, con sus coloridos vestidos.
En verano, los largos veranos de la época, las hermanas regresaban a Trieste, a la casa familiar donde vivían los hermanos Bruno y Alba, además de sus padres. Los sobrinos de Argentina, llegados cada uno a la edad de ser escolarizados, marcharon a vivir a Trieste, con sus tíos y sus abuelos, invirtiéndose entonces los términos de las largas vacaciones de aquellos tiempos de la belle époque: en verano regresaban con su madre a su Francia natal. Argentina iba y venía de un lugar a otro, recorrió Francia, acompañaba con frecuencia a su hermana, y regresaba por largos períodos a Italia a seguir estudiando con Wostry y a tejer poco a poco su relación con la profesión y con los primeros clientes, mientras la hermana seguía tocando por toda Europa con su grupo de música de cámara.
Pero llegada a este punto, Argentina no dio el necesario salto como se hubiera esperado, empezando por ella misma, desde la premisa de haber sido una firme y segura promesa a sus veinte años, quedándose en un estadio intermedio, el de una amateur altamente dotada y capacitada, no en el de una profesional reconocida y cotizada. ¿Por qué razones fue así? No lo sabemos, no quedan papeles o documentos en la familia para profundizar en estas causas, pero es posible que su carácter, enérgico, al tiempo que caótico en el trabajo, aunque quizás demasiado 'dulce' socialmente, pudiera proporcionar una parte de la explicación.
Además, Argentina verdaderamente no sabía vender bien su talento. Vendía poco y regalaba mucho, y le costaba asumir la disciplina de terminar un trabajo, pasar página e ir al siguiente. Y aunque en su fuero interno y con su obra era una mujer perfeccionista y segura de sí misma, sin embargo, hacia fuera, siempre le faltó más fuerza, más energía en el discurso y el saber exteriorizar su autoestima, si se me permite la pequeña o aparente contradicción, de tal manera que la pusiera en condiciones de cierta igualdad con tantos colegas y contemporáneos cuya palabra o decir sobre sí mismos superaba seguramente la calidad de su propia obra, y de lo cual, por cierto, siempre se quejó ella en privado. Le faltaba labia, en resumen, pero nunca consiguió cambiar este comportamiento o tendencia innata que fuera.
Y así, aun siendo una pintora válida y competente, carecía de seguridad y también, para decirlo en términos modernos, de agresividad comercial y de ese cierto carisma que se le supone a un artista. Además, muy probablemente, se consideró obligada a mantener unos lazos familiares muy fuertes que, si por una parte y sin duda le proporcionaban apoyo y seguridad, por la otra le cerraron en parte su camino.

Retrato de su hermana Natalia, fechado en 1922, por lo tanto, seguramente realizado en Francia y perteneciente al período menos documentado de la pintora.
De estos años veinte y primeros treinta carecemos hoy tanto de testimonios como de documentos, es una época obscura de Argentina. Sus dos sobrinos mayores faltan ya hace largos años y la memoria de las personas ya ancianas de la familia no llega más allá de mediados los años treinta; nos falta por lo tanto toda la época de juventud de la pintora. Además, su verdadera confidente, su hermana Alba, la que la precedía en edad, fue una mujer seria y muy severa respecto de la custodia de las confidencias que le hacía Argentina, y a los familiares que le solicitaron en ocasiones ciertos datos y detalles sobre la vida privada de la pintora, a los cuales ya solo ella podía dar respuesta, se los negó siempre con el argumento, respetable sin duda, pero lamentable para la posteridad, de que aquello que le había sido confiado solo a ella, no sería ella ciertamente quien lo divulgase.
Así, hoy su juventud es casi un misterio. No se casó y apenas tenemos muy ligeras noticias sobre amigos, compañías, amores y pretendientes. Hemos documentado uno, al principio de los años veinte y poco más. También es cierto que la pérdida durante la Segunda Guerra Mundial de todas su pertenenecias, de lo cual se hablará después, es responsable en buena parte de esta carencia de datos.

Barcas en La Rochelle, Francia, 1925-26, c., ciudad en la que residió un tiempo con su hermana y sus sobrinos a mediados de los años veinte.
La obra de la cual disponemos de esta primera época, pero también de buena parte del resto, es principalmente de propiedad familiar. Desconocemos si en Francia o en Italia, en los veinte, vendió regularmente. Sí sabemos con seguridad que su pintura se afirmó al final de la década y de ese período disponemos de pocos cuadros, pero sí de bastantes dibujos.
Terminada la Gran Guerra, en los años veinte, Italia vivió el ascenso y el triunfo del fascismo. La familia no estaba particularmente politizada, pero sí se mantenía ideológicamente dentro de un discurso favorable a las libertades cívicas, próximo a un socialismo moderado y mantenido dentro de las filas del catolicismo, como tantos otros en aquel tiempo y en ese país como en otros. En particular, su hermano Bruno Cerne, irredentista en el momento del inicio de la Primera Guerra Mundial (en sentido estricto, el término se aplicaba a los partidarios en Italia de que los territorios de habla y cultura italiana del noreste del país, pero pertenecientes al Imperio Austrohúngaro desde hacía más de un siglo, fueran devueltos a la soberanía italiana, de grado o por fuerza) desertó de Austria escapando a Italia, pero negándose a luchar contra sus antiguos compañeros de armas, por lo cual fue confinado en Sicilia (casi como un objetor de conciencia ante-litteram). Al final del conflicto regresó a Trieste, ya italiana, y empezó su carrera de maestro de escuela, pero fue por poco tiempo, pues en los inicios del fascismo se negó a aceptar el carné del partido, lo que le cerró todo camino de empleo estatal, es decir, el de su propia profesión.

Boceto para un retrato de su hermano Bruno, Trieste, 1945, c.
Con no pocas dificultades se orientó hacia el comercio y la pequeña empresa y con esto pudo mantener a su familia. Casado con Herma Klauser, de origen juliano (de la región hoy italiana del Friuli-Venezia Giulia), pero de cultura austríaca, tuvo con ella una hija, Marina Cerne, llamada Mimí o Mima en familia, con la que Argentina se encariñó mucho y cuya infancia y juventud registró con minuciosidad y precisión en muchos cuadros, algunos de niña y de adolescente verdaderamente espléndidos. Mimí con el lazo azul, Mimí con sus trencitas y otros, que además de una perfecta reproducción del modelo —y una interpretación psicológica singular por la cual todavía hoy la modelo se manifiesta impresionada—, transmiten con la máxima transparencia y un realismo logrado el ambiente de la casa y la atmósfera del momento.
Del período inicial de los años veinte son también varios bocetos para carteles publicitarios de los que desconocemos qué suerte hayan corrido. En cualquier caso, fue un aspecto que también Argentina exploró, pero que quizás dejó pasar, en parte porque la publicidad estaba considerada entonces como un 'arte menor'.

Vigoroso dibujo de su hermana Alba, con todo el gusto de los años veinte. Hacia 1927-28.
En 1928 su hermana Natalia, que seguía siempre de un lado para otro con su orquesta, de Polonia a Alemania, de Dinamarca a Francia, vino a España para dar una serie de conciertos en diferentes capitales. Y en Salamanca, la vieja capital universitaria de Castilla, un espectador de uno de sus conciertos, juez de profesión y viudo con tres hijos de la edad de los suyos, empezó a seguirla de concierto en concierto por las ciudades castellanas y se enamoró perdidamente de ella. La cortejó largo tiempo, conservamos en familia muchas de sus cartas —reenviadas después desde Trieste a media Europa, a cada lugar donde Natalia se encontrara en cada momento—, llenas de ternura y en las que le expresaba sus sentimientos. Y finalmente, Natalia, a sus cuarenta y dos años, una edad que en aquella época no significaba en absoluto lo que supone en la actualidad, sino la casi entrada en la vejez de la mujer, aceptó casarse con él y venirse a vivir a España. Poco después de la boda, hacia 1930-31, decidió hacer venir a sus hijos que vivían con sus abuelos en Trieste.

Autorretrato al óleo, Argentina trabajando en el estudio de su maestro, Aristotile Vicenzi, Milán, hacia 1936.
Y Argentina, en 1930, empujada por sus amigos y por sus maestros, y sintiéndose finalmente liberada de sus obligaciones de ayudar a su hermana en el cuidado de los sobrinos, a los que tanto quería pero que se aproximaban ya a la adolescencia, se trasladó a Milán, sola, para buscar su propio camino con su pintura y su arte. Su amiga María Lupieri, también pintora, la condujo ante el pintor Aristotile Vicenzi, artista de fama en aquel tiempo, que la acogió como discípula en su taller, empezando así un período de severo y necesario aprendizaje que le permitió afirmarse rápidamente como pintora, y al mismo tiempo, estudiar y aprender a fondo el arte de la restauración. Esto le abrió una vía de independencia económica y personal, ya cumplidos sus treinta años. En Milán trabajó intensamente tanto en la restauración, de la que se permitía vivir y campo en el que pronto destacó como artista válida y cotizada, como en su propia pintura, que alcanzó en aquel decenio su plena madurez.

Página de un calendario de Assicurazioni Generali, 1996, con una reproducción del cuadro di Argentina, Naturaleza muerta con vaso de vino, Trieste, 1943.

El espléndido Nocturno desde la terraza de Villa Irma, 1939.
Volvía a Trieste con frecuencia para estancias relativamente largas, y de ese período, hasta ya mediada la Segunda Guerra Mundial, datan sus obras de mayor fuerza expresiva y nos constan un número importante de cuadros, parte de ellos vendidos por entonces, otros después de su muerte. Tal vez haya sido el momento de la mejor Argentina, retratos espléndidos, algunos por encargo de particulares, otros de miembros de la familia y de amigos o conocidos, muchos de su madre, excelentes algunos de ellos, y de entre los mejores de su obra cabe señalar el Retrato de Cornelia Ferrari, el de Maria Stavropoulo, el Nocturno desde la terraza de Villa Irma, la Naturaleza muerta con vaso de vino... todos de gran fuerza expresiva y de una técnica ya cumplida y afirmada, y en los que se ve además, reflejado con gran sensibilidad, el gusto de la época.

Retrato de Pierre Ladoire, acuarela sobre papel, Francia, hacia 1925-26.

Retrato de Elena Ladoire, lápiz sobre papel, Francia, 1921.
Y aunque Argentina a lo largo de su carrera fue reconocida en particular por sus naturalezas muertas, los grandes jarrones de flores en concreto, estas mismas páginas del sitio, con la catalogación de buena parte de su producción, atestiguan claramente que era también una excelente retratista y una espléndida dibujante. Los abundantes dibujos, bocetos, cuadernos... es decir, esa parte de la obra menos cotizada y vistosa del pintor, pero que le resulta tan imprescindible como las largas escalas y los ejercicios de digitación al músico, y que por fortuna el pintor suele quedarse, nos permitió, en su caso, comprobar que siempre dibujaba y dibujaba todo aquello que se encontraba a tiro. Y nunca dejó de hacerlo hasta sus últimos días.
En este período, estalló la Guerra Civil Española. Su hermana Natalia había formado con sus hijos y con los de su segundo marido un grupo familiar que, contra las sensatas previsiones de la familia triestina, que además perdía así a sus adorados sobrinos, resultó sorprendentemente coherente y funcional.

Tarjeta postal de la ciudad de Zamora, hacia los años treinta.
Vivían en Zamora, un lugar, incluso para la época, tranquilo hasta más allá de lo imaginable. Los dos grupos integrados por los respectivos hijos, de dos varones y una mujer cada uno, no solo no chocaron entre sí, sino que congeniaron y se hicieron amigos. La hija del juez, Rosario, se encariño enormemente con Natalia, y también la aceptaron con cariño los dos chicos, y esta buena armonía duró toda la vida, e incluso después de la separación de los cónyuges, hasta el punto de que, soy testigo de ello, Agustín Pérez Piorno, aun separado, continuó viendo asiduamente a Natalia hasta su muerte, la de él, y trataba a los hijos y nietos de ella con el mismo afecto que si fueran propios.
Iniciada pues la Guerra Civil, Natalia quedó bloqueada dentro del país, no podía salir de él, ni Argentina ni ningún otro familiar podían venir a visitarla. La familia quedó dividida irremediablemente, y además porque, terminada la guerra española, comenzó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Con los países medio destruidos y las condiciones de la época ya no fue posible un reencuentro hasta 1947.

Ritratto de su amiga Mariú, Trieste, 1933.
Argentina siguió viviendo en Milán hasta el 43, con más o menos largos períodos intercalados de visitas a Trieste. Comenzaron los grandes bombardeos aliados sobre Milán, y en ese mismo año su casa, su estudio, resultó bombardeada e incendiada. Argentina perdió todo lo que tenía menos lo que guardara en Trieste, que era lo menos. Cuadros, dibujos, cuadernos, apuntes, sus útiles de trabajo, papeles, documentos, fotografías, objetos, en fin, todo y también cualquier medio económico para subsistir. La permanencia en Milán se le hizo imposible, además de peligrosa. Fue su hermano Bruno quien, entre bombardeo y bombardeo, viajó a Milán a recogerla para llevársela a la casa familiar y a la relativa mayor seguridad que ofrecía Trieste.

Los muchachos de Villa Irma, 1943, en plena Segunda Guerra Mundial.
Pero, seguridad por un decir, porque Villa Irma, en Trieste, la casa de la cual nos dejó tantos cuadros Argentina y donde siempre mantuvo un estudio, era también la casa de su hermano Bruno que, desde 1943, tras el armisticio y la consiguiente ocupación alemana de Italia, acogía y escondía en ella a partisanos. Y así, como en las buenas películas de guerra, y como bien ha documentado y dejado por escrito la hija de Bruno, la doctora Marina Cerne, la Mimí de los cuadros, los alemanes, de vez en cuando, hacían una visita a la villa —Bruno era una persona conocida en la ciudad— e incluso se tomaban un café con él mientras en la buhardilla o en las bodegas estaba escondido el partisano o el judío de turno. Y es bien cierto que las películas las hemos visto todos y podemos imaginar libremente, pero para los adultos de la casa, Argentina entre ellos, perfectamente sabedores y cómplices de la situación, aquellos eran casos en los que se jugaban su vida y la de sus personas queridas. Tiempos terribles, en los que la conciencia del bien, del deber y de la solidaridad no eran palabra muerta, pero en los que seguir los dictados de lo que debe hacer una persona de bien chocaban frontalmente con lo que a cualquiera le indica el instinto de supervivencia. Y cumplir con el deber en estas condiciones era sin duda la elección adecuada, pero también algo peligrosísimo. Por lo tanto, hay que reconocerles el valor a quienes tomaron sus decisiones según dicta la conciencia y el sentimiento de humanidad, y estar orgullosos de ellos.

Naturaleza muerta, la encimera de vidrio del aparador, 1944.
Sin embargo, y a pesar de todo, y también como en las películas, la calma exterior parecía perfecta. Es más, si no fuera porque se carecía de casi todo, la apariencia era de lo contrario. Argentina venía de perder todo lo que tenía, menos su vida, pero su pintura no lo reflejaba. Solo las pinceladas tenían la cuarta parte de grosor y los colores se hacían más y más lisos. Quién sabe cuáles milagros, cuáles intercambios de objetos con tremenda desventaja, había que proponer para conseguir un tubito de tierra de Siena, de ocre tostado, de azul añil, cuando solo para conseguir un poco de carne o encontrar una medicina podían pasar días y había que poder pagar con un dinero que ya no se tenía.
Naturalmente, frente al desastre, y para Argentina no solo el desastre público, general, sino el sufrido en carne propia, se pueden adoptar como artista y como persona dos posturas igualmente legítimas: la de Munch en El grito, comprendida por todos sin ninguna duda, pero también la de no querer plegarse a las circunstancias, negarlas y actuar con cabezonería, aun si destruidos interiormente, en el sentido de persistir en una afirmación de la vida mostrando una imagen de normalidad que consistiría precisamente en la negación de cuanto se está viendo o padeciendo, con el propósito casi de conjurar esta normalidad para que regrese cuanto antes y se haga verdadera. Porque estos cuadros hablan de paz, de calma, de solidez y de seguridad burguesa, es decir, definitivamente de todo aquello que ya no se tenía en aquellos tiempos dolorosos y terribles, y Argentina menos que nadie.

Argentina restaurando, en su estudio de Villa Irma, Trieste, 1949.
Vino la paz y vinieron los tiempos de posguerra, ciertamente también difíciles y no digamos en Trieste. Con la ciudad y su territorio circundante disputados entre Yugoslavia e Italia, la zona quedó bajo un Gobierno Militar Aliado hasta 1954, y posteriormente, bajo este mismo gobierno compartido con el Estado italiano hasta 1963. Y con Italia que, en definitiva, había sido un país enemigo de los aliados hasta el armisticio de 1943, la primera tentación de los vencedores fue la de conceder dichos territorios a la Yugoslavia del Mariscal Tito que, aunque incómodo, no dejaba de haber sido un aliado. Pero vino la Guerra Fría y los fuerzas contendientes acabaron por intercambiarse las cartas. Otros territorios fueron a Yugoslavia y Trieste y su zona se le asignaron a Italia en una jugada más de ese ajedrez que se había sacado Napoleón de la manga cuando acabó según sus intereses con la antigua República Veneciana y también con el más que milenario estatus triestino de ciudad libre o libremente asociada a unas y otras potencias de cada época.
Argentina permaneció en Trieste hasta el 49 y comenzó a rehacer su vida. Trabajó mucho en restauración, se hizo con una clientela, continuó con su pintura, pero ciertamente su situación personal y anímica no podían ser buenas. La guerra le dejó sus marcas.

Juntas finalmente después de más de un decenio, las sobrinas Elena Ladoire y Marina Cerne con Argentina, en el centro, En el Campanario de la plaza de San Marcos, en Venezia, 1948.
En el 47, después de más de un decenio sin haber visto a la familia italiana, Natalia y su hija Elena finalmente pudieron regresar a Trieste en una larga visita, que luego repitieron en el 48, el 50 y ya en ocasiones sucesivas. De estas estancias de las personas queridas, Argentina dejó un extenso testimonio de pinturas y numerosos dibujos. La vida empezaba a florecer alrededor, pero la persona a la que más amaba en el mundo, su madre, y de cuya época de ancianidad nos dejó esplendorosos retratos llenos de fuerza y realismo, se iba aproximando dulcemente al final de sus días. Falleció en 1949 dejándole un vacío muy difícil de colmar y más en aquella casa donde todo le hablaba de ella.

Alegre y dulce retrato de su madre, Teresa Curtin Cerne, ya en la ancianidad, poco antes de su muerte. 1949.
Así, faltándole el vínculo con su madre, Argentina, a comienzos de 1950, decidió venir a España con su hermana, en principio quizás solamente para ver y mirar y sin duda también para pasar un tiempo con las personas que amaba, sus sobrinos, los hijos de Natalia, a los que no veía desde comienzos de los años treinta, en cuya crianza había colaborado, razón por la que se encontraba tan unida. Ahora, aquellos muchachos, los adolescentes que había dejado, eran ya hombres que abrían su camino. Christian y Elena habían dejado Zamora y vivían en Madrid, donde estudiaron, trabajaban y habrían de casarse próximamente. Pierre, Pedro en España, el más pequeño, permaneció siempre en Zamora. Fue periodista, fotógrafo y escritor, y allí vive, a la hermosa edad de noventa y tres años, en buena salud, rodeado de hijos y nietos y aún disfrutando de la vida.
Argentina quedó cautivada por España y más que nunca se vio unida a la familia cuyos lazos jamás se habían aflojado. Lo atestiguan cajas y cajas de correspondencia apretada, de los años veinte a los setenta, conservada en las casas de mi hermana Marina Caffaratto, en la de Óscar Ladoire, en la Marina Cerne... Los hermanos Cerne y sus hijos se escribieron toda la vida como enloquecidos, tenemos semanas con siete cartas enviadas a unos y a otros, en resumen, muchas veces una al día, y se puede afirmar que pasaron una parte de sus vidas escribiendo a sus personas queridas y lejanas. Además, el teléfono, en los años veinte, treinta, prácticamente hasta los sesenta, era un artículo de lujo que solo se usaba para comunicar acontecimientos excepcionales mediante costosas y complicadas conferencias internacionales que, en ocasiones, había que solicitar con horas de antelación. Durante el período de las guerras, los viajes no fueron posibles, y aun finalizadas estas, llegó la edad de la burocracia, de la nacionalidad y ciudadanía de los miembros de la familia, de cambios por matrimonio contraído, y los pasaportes, el visto bueno, los visados, los permisos de paso, las formalidades inacabables... A veces, un desplazamiento se hacía imposible porque faltaba un documento, un papel que se retrasaba. Aunque nada, bien es cierto, que no siga hoy ocurriendo igualmente, basta con preguntarle a un libio, a un marroquí, a un subsahariano, con cuánta antelación tienen que ir preparando los permisos para visitar a su padre, a su madre, a sus hijos en Europa, y cuántos lo consiguen.

Pedro Ladoire a orillas del Duero, Zamora, 1951-52.

Retrato de su sobrino, Christian Ladoire, Zamora o Madrid, 1950-52.
Llegó pues Argentina a España a principios de 1950 y permaneció largo tiempo. Del 50 al 71, más de la mitad de este período, lo pasó en este país. En los primeros años, hasta finales de los cincuenta, se desenvolvió también aquí con buen éxito como restauradora. Recibía encargos habituales y regulares de anticuarios y de particulares de Madrid, Castilla y otros puntos de España. Paralelamente, montó exposiciones personales con su obra en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en Valladolid, en Salamanca, en Zamora, con excelentes críticas en la prensa de la época, Abc, Ya, Madrid y El Alcázar, de Madrid, Información, de Alicante, El Norte de Castilla, Diario Regional y Libertad, de Valladolid y El Correo de Zamora e Imperio, de Zamora... En estas exposiciones vendió numerosa obra y recibió también encargos de particulares. Retratos, paisajes y siempre muchos, muchos ramos de flores.

Portada del folleto de su exposición personal en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, sala Minerva, 1952.

Autorretrato al carboncillo, en Spagna, 1952.
En España, su base de trabajo se encontraba en Zamora, en casa de su hermana Natalia. Pero también pasaba largas temporadas en casa de sus sobrinos en Madrid, Christian y Elena. Regresaba también a Italia con cierta periodicidad, también para largas temporadas, pues allí la esperaban siempre su hermana Alba, su confidente y amiga, su hermano Bruno, su sobrina Marina y su cuñada Herma Klauser. También eran otro grupo sólido y ella añoraba asimismo estar en su compañía. Después, en 1954, empezaron a llegar los sobrinos, nietos, el primero, yo mismo, y Argentina, que con los niños se encontraba casi más a gusto que con los adultos, retomó una vez más su trabajo de fiel registradora de crecimientos, además de ofrecer su ayuda cada vez que la creía necesaria.

Fotografia frente a Villa Irma, en 1960, poco antes de la muerte de su hermano Bruno. Desde la izquierda: Natalia, Bruno, Argentina y Herma Klauser.
En el 61 falleció su hermano Bruno y regresó a Italia, y a partir de ese momento, empezó un constante ir y venir entre los dos países. Trabajaba y tenía estudio en Italia y España, y es de esta época de donde arrancan mis recuerdos infantiles de sus viajes en tren, cargada de inverosímiles cantidades de objetos que facturaba en baúles enormes y maletas y cajas y más cajas. Arrastraba consigo obras empezadas, obras inacabadas o a medio terminar, cuadros para vender, para regalar, objetos sin cuento... Y la preparación de cada uno de aquellos desplazamientos o expediciones se iba haciendo con los años cada vez más compleja.

Una manzana colorada. Maite Caffaratto, 1958.

Apunte, Madrid, 1958.
De esta segunda mitad de los cincuenta y primeros sesenta quedan magníficos dibujos de todos los niños, bastantes óleos y muy numerosos bocetos, apuntes y pruebas tomadas del vivo de la vida en familia. Tenemos en el sitio, en el apartado bocetos, varios espléndidos de Maite Caffaratto, de niña, como figuran también de casi cuarenta años antes los de su madre Elena Ladoire (nombrada a veces como poupée) y los de sus hermanos Christian (Cri cri) y Pierre (Pierul). Se sentaba Argentina en una diminuta sillita plegable que arrastraba por todas partes de las casas, armada de cuaderno y lápiz graso o carboncillo, y así, se situaba a ras de suelo para ponerse en lo posible a la altura de los niños y dibujaba a enorme velocidad un boceto, un apunte detrás de otro. Seguía a Maite, que parecía un perfecto diablillo y además un canónico putto renacentista y capturaba sus posturas y movimientos casi como un fotógrafo. Sus sobrinas nietas, las primas Ana y Maite, muy parecidas entre sí, fueron inspiración de muchos dibujos a lápiz o en colores y de vivísimos retratos al óleo. A su edad de dos, tres, cuatro años, parecían manzanas coloradas, niñas como de anuncio de detergentes o de comidas infantiles, y un excelente retrato de Ana Ladoire, de pequeña, se encuentra en la galería inicial de esta página.

El puente del ferrocarril sobre el Duero, en Zamora, la ciudad en la lejanía. 1960, c.
Además, en España, en Castilla, Argentina también quedó cautivada por el paisaje. No es que no lo hubiera estado de siempre, lo atestiguan sus marinas de la costa de Istria, los paisajes del Carso, los panoramas de las colinas de Trieste... Y así, también en Zamora, su campo abierto y un paisaje libre y próximo, a 15-30 minutos de tranquilo paseo a pie desde su casa, llamaron a su sensibilidad de artista. El Duero llega a Zamora después de haber ya atravesado casi toda Castilla, y allí ya es un río señorial, no una torrentera. Y el río y sus márgenes, en aquellos años todavía casi vírgenes, los alcanzaba desde su casa en un corto paseo. Después, bastaba seguir su curso o remontarlo, siguiendo senderos o pequeñas carreteras locales, para encontrar paisajes cambiantes, escorzos siempre nuevos. Por un lado, cortantes, por otro islotes, cañaverales, bosquecillos, playitas de arena, árboles majestuosos, un agua de tonos siempre cambiantes según la luz, la temporada, el caudal mayor o menor. Verdes, grises, azules, tonalidades ocráceas, reflejos plateados... Y Argentina gozaba de todo ello no solo como pintora sino de una manera personal y sensitiva.
Y habría asimismo que añadir que, como retratista, su otra gran faceta, no solo era capaz de conseguir parecidos en verdad logrados, sino que sabía captar además y con sensibilidad notable las características psicológicas de sus modelos. Habiendo tenido que revisar ingentes cantidades de fotografías familiares para la confección de esta página y, por lo tanto, las de tantas personas retratadas por ella, disfruté de la oportunidad de poder comparar las fotografías de sus modelos en la vida real con los correspondientes bocetos, apuntes, anotaciones, dibujos preliminares y finalmente el retrato al óleo, y esa comparación de algunas fotografías con cuadros del personaje en la misma época pone al descubierto el verdadero sentido de su capacidad artística e interpretativa, además de su exactitud y realismo.

Argentina con su sobrino nieto, Alberto Caffaratto, autor de estas páginas, durante una disputa sobre el tigre. Aunque había poco que discutir, sigo pensando que era mío. Madrid, Navidad 1955.
Argentina amaba el paisaje y la pintura al aire libre. Aunque dejó España definitivamente cuando yo tenía diecisiete años, mantuve con ella una relación estrecha que duró desde mi nacimiento. La vi muchas veces, de niño, no solo dibujar o pintar constantemente en mi casa, en la de mi abuela, en las de otros familiares, sino con mucha frecuencia partir sola, tremendamente cargada para lo muy pequeña que era su persona, con un caballete pequeño desmontado, una tela o tablillas de madera, la caja de los colores, pinceles y paletas, la caña para sostener el brazo, su inseparable sillín plegable y además, pues era friolera, algo de ropa adicional, un gran pañuelo para cuello y cabeza, una sombrilla o un paraguas y su gran bolso donde, imagino, irían también un tentempié y una botella con algo de beber para las muchas horas de soledad que la esperaban. Una mujer diminuta, en sus sesenta años, cargada como un mozo de cuerda, pero con una expresión de felicidad juvenil en el semblante y la determinación tozuda de quien hace algo porque lo desea y le gusta.

Retrato al carboncillo de Ana Ladoire, 1961, c

Sanguina, Pedro Ladoire Rodríguez, 1957-58, c.
La veíamos de niños, desde el mirador de casa de la abuela, desaparecer calle arriba o calle abajo con sus pasos cortos y rápidos y regresaba por la noche con el botín conseguido. Flores, un árbol, un seto, un murete, un prado, el escorzo de una ribera, un bosquecillo, un matorral florido, un cañaveral, la ciudad lejana en la cima del escarpado, un puente, y siempre muchos, muchas atardeceres. Y tantas veces, además, como si todavía no fuera suficiente lo que cargaba, traía también un ramillete de flores de campo que colocaba de inmediato en un vaso, en una jarrita y que quizás al día siguiente le servían de motivo para un dibujo, una tablilla, una pequeña tela.
Después, en las excursiones familiares típicas de los veranos, cuando los nietos íbamos a pasar temporadas a casa de la abuela, Argentina, Cinetta (en español leído Chineta) o zia (tía) Ci (en español Chi), como la llamábamos los pequeños, hacía siempre sus planes aparte. Finalmente ayudada por adultos cuando nos desplazábamos en grupo a alguna parte, llegado un cierto momento, desaparecía con su caballete y los trebejos del oficio. Antes o después, se vislumbraba un punto en la lejanía que no era otra cosa que Argentina entregada al trabajo. Y nunca permitía adultos o 'mirones' a su alrededor y aun menos todavía que juzgaran y opinaran. Solo los niños teníamos derecho a andar cerca de ella, y cuanto más pequeños, mayor derecho. No soportaba de ninguna manera a los curiosos. Quién sabe... tal vez un extraño pudor, una inseguridad sin causa, pues desde luego oficio no le faltaba, o quizás una fuerte necesidad de soledad y de quedar en paz con sus pensamientos.
La recuerdo perfectamente, una mujer ya de una cierta edad, tanto en sus labores de restauración como en su propia creación, altamente concentrada, casi tensa, absolutamente olvidada del mundo exterior con sus obligaciones y horarios, con sus ojos penetrantes de pintor, mirando al modelo, a veces, yo mismo, o un paisaje, una fotografía u otro objeto si estaba restaurando y en ocasiones con una gruesa lupa de aumento con la que examinaba los detalles.

Doble boceto, al pastel y lápiz sobre papel, de su sobrina nieta, Marina Caffaratto, 1960-61, c.
Tenía una mirada muy firme, muy fija, inquisitiva, un verdadera mirada de pintor. En ciertos momentos, mientras trabajaba, entrecerraba los ojos observando lo pintado y parecía entonces una máquina o un ingenio captador de luz más que la mujer dulce que era siempre. Quieta y firme como una estatua, lo único que movía con grandísima precisión era el brazo, la mano, la cabeza. Después, de vez en cuando, se ponía de pie casi de un salto, con una agilidad impensable y caminaba hacia atrás, dos, cuatro pasos, seis pasos, inclinaba la cabeza, y más que mirar, observar o juzgar lo hecho, se podría decir que casi escaneaba el cuadro. Y ahora mismo, removiendo estos recuerdos, me acude a la cabeza Leonardo da Vinci y su Tratado de la pintura, con los consejos y consideraciones sobre perspectivas y distancias y a cuántos pasos hacia atrás, mientras trabajaba, debía ir el pintor, según la distancia a la que se encontrasen el primer plano, el segundo, el fondo que estuviera pintando. Y ese balet de Argentina, atrás y adelante, a centímetros, a tres cabezas, a cinco pasos de la tela, con el pincel suspendido en la mano, quieta e inquisitiva, es precisamente lo que ahora me trajo la memoria. El misterio de un arte, pero también el oficio canónico de un pintor trabajando. Y el privilegio de haberlo podido ver.
Llegaron los años sesenta, y así sus sesenta años, la proximidad de la vejez, por lo tanto, su biografía que ahora se convierte también en mi recuerdo biográfico y a una edad, la mía, que es la suya de entonces. Argentina tenía un algo del prodigioso Marcovaldo de Italo Calvino. La mirada siempre al suelo, a espiar la vegetación o dirigida al cielo, a las nubes. Espiaba literalmente el cielo como ciertos hombres el paso de las mujeres. No se le escapaban un color, un detalle, una nubecilla, los mismo atraían su interés los nubarrones que se juntan para un temporal como la serenidad de las atardeceres de verano. Si algo aprendí de ella fue el gusto por los paisajes, por el campo y por los atardeceres, por el mar. El mar la emocionaba siempre, estuve con ella en el mar, en Andalucía un par de veranos, y la acompañé también varias veces en sus cacerías por los alrededores de Zamora. En un cierto momento, a mis ocho, a mis diez, a mis doce años, me tomó como su caballero. Y como Marcovaldo, en el río, en el campo, en las laderas rocosas que encerraban las playas, empezaba, dirigida por ella, la fiesta de las conchas, de las caracolas, de los guijarros veteados de colores, de las flores a escoger con cuidado y con atención, no todas, no cualesquiera, solo las que iba señalando. Y ella era a veces una máquina de señalar: —Mira esa nube, mira ese árbol, mira ese escorzo, ese ángulo, huele este perfume, mira esos colores...—. —Mira, mira, mira—. Y ya lo creo que yo miraba todo, Argentina nunca cansaba y siempre tenía razón cuando llamaba la atención sobre algo a observar.
En casa de su hermana tenía su estudio, una habitación llena hasta arriba de cuadros, y además, otro cuartucho, obscuro, junto a la cocina, que era la gruta de Alí Babá y mi verdadera tierra prometida. Allí la acumulación de objetos era indescriptible. Argentina había inventado y puesto en práctica el bricolage decenios antes que el Leroy-Merlin. Arreglaba o apañaba casi cualquier cosa, menos la radio. Sabía de electricidad, de carpintería, de fontanería, eliminaba atascos, arreglaba los grifos, cepillaba, aserraba, estucaba y retocaba, dejaba nuevo lo viejo y envejecía lo reciente según necesidad.
El restaurador es un mago, no digamos ya para un niño, pero la restauración es una ciencia que depende en gran parte del saber arreglarse con lo que hay y del conocimiento de una gran cantidad de disciplinas prácticas. De materiales, de barnices, de instrumentos de óptica, de pintura, de los tipos y características de las distintas maderas, también de metales, de herramientas y de mucho más. En resumen, un mundo. Pero ese mundo, para funcionar, dependía del mundo acumulado en ese cuartucho. Había allí de todo, pinceles, colores, paletas, espátulas, rascadores, cuchillas, marcos, telas, tablillas, papeles y cartones de todo tipo y herramientas, maderas, clavazón y herrajes, pegamentos, colas, disolventes, barnices y botes y cajas y cajitas llenas de cualquier cosa imaginable que pudiera resultarle útil para su trabajo y además, estucos, arcillas, tierras, metales, productos químicos... en fin, todos los bienes de Dios puestos en cornucopia y la totalidad de todo aquello que no le está permitido tocar a un niño por ser tóxico, venenoso, corrosivo, lesivo, punzante, cortante, peligroso o pesado.

Óleo sobre tela, inacabado, retrato de Alberto Caffaratto, 1958-59, c.

Óleo sobre papel, retrato de Óscar Ladoire, 1959, c.
De pequeño, naturalmente, la entrada al Paraíso estaba prohibida y la puerta cerrada con llave. Más tarde, mayorcito, fui siendo admitido gradualmente como 'asistente', y a este objeto, poco a poco también, me fueron siendo proporcionadas las coordenadas para aprender a navegar en el caos, que no es poco regalo. —Alberto, tráeme la cola de pescado, está en un cucurucho de papel azul grueso que está a la derecha de los botes de mermelada, los que tienen dentro los tornillos largos con tuerca, que están encima de las pesas de plomo. Alberto, tráeme dos espátulas de las grandes y un pincel plano del doce. Alberto, mueve un poco la mesilla, y debajo, al fondo, encontrarás un envoltorio de papel de estraza que tiene dentro unas tiras de cuero. Alberto, tráeme el librillo del pan de oro, el más pequeño. Alberto, esta mañana he dejado el tubo de blanco de zinc sin tapar, está en el cajón de los blancos. Búscale un tapón en la cajita de los tapones intermedios y pónselo. Y no toques donde sabes que no debes.—
Y sí, en las estanterías no solo había los muchos cajones de los distintos tubos de colores, junto a otros centenares de otros objetos misteriosos, sino las cajas de los tapones medianos y las de los pequeños y las de los grandes, y las de las chinchetas y las de los clavos de tapicería o los de fijar las telas a los bastidores, y las de los trozos de goma y las de las gomitas que servían para todo, y las de los tubos de pomada que, vacíos, cortados, lavados, alisados y abiertos por la mitad, que Argentina empaquetaba en bloques de decenas que pesaban increíblemente para su tamaño, pues eran de metal maleable, y que luego utilizaba para realizar reparaciones en las traseras de tablas y telas. Y yo iba y venía feliz de ayudar en ese arte medio alquimia, medio ciencia, medio magia. Y era un juego más divertido que cualquier juego. Y aprendí muchísimas cosas útiles, a barnizar, a tensar una tela, a tapar agujeros, a poner estuco en las grietas, a clavar, a prensar y a encolar y a saber usar cuáles pegamentos y para qué y para lo que servían unos y no otros y por cuáles causas.

Costa española en las proximidades de Marbella, año 1967, c, se iba en verano, en julio, agosto, y así se veía obligada a pintar Argentina en sus últimos años para protegerse de su alergia a los químicos de su trabajo.
Pero precisamente toda esta actividad, todos estos productos químicos y los disolventes y el aguarrás, los ácidos, los barnices y los propios colores eran su peor enemigo. El contacto constante con estos productos literalmente la envenenaba. Ya estaba enferma desde hacía tiempo por esta causa, pero a partir de sus sesenta años las crisis se agravaron. Terribles erupciones en la piel le impedían el sueño y con frecuencia no le permitían ponerse al trabajo. Todos en la familia la vimos muchas veces pintar disfrazada casi como un buzo. Llegó al punto de tener que cubrirse brazos y piernas, el torso, después de haberse untado con las muchas pomadas de las que dependía, cubrir esas telas con plásticos y luego vestirse encima de todo ello para evitar la inhalación y los vapores de los productos con los que trabajaba. Llegó a pintar hasta con guantes, tapada completamente con un gran pañuelo con el que envolvía cabeza y cuello, dejando fuera solo los ojos por exponerse así en lo mínimo posible a los tóxicos que la envenenaban.

La pintora fotografiada junto al mismo cuadro que también vemos a su izquierda. Hacia 1965.

El río Duero a su paso por Zamora, hacia 1965.
Y también la vista empezó a traicionarla. Después vino el golpe, en el 68, de la pérdida de la casa de su hermana, en Zamora, que a fin de cuentas también era la suya a todos los efectos. Tras treinta años, los propietarios, un convento de monjas, obligaron a Natalia a desalojarla aduciendo su necesidad de destinarla a otros usos. Para ellas fue un drama. Natalia, con ochenta años, no tenía otro lugar donde ir sino a casa de sus hijos en Madrid, pero para ella, y para Argentina, la pérdida de la independencia era el mayor drama posible. Sin embargo, no quedaba otra salida y Natalia vino a nuestra casa, con su violonchelo, naturalmente, pues nunca dejó de tocar casi hasta su muerte. Pero su casa en Zamora, no pequeña, era también el estudio de Argentina, su base de trabajo y no había otras casas en la familia en España de tamaño suficiente para alojarla, no solo a ella sino la infinidad de cosas que la acompañaban, sin olvidar además todo lo que Natalia tenía que llevar consigo, que no era poco.
Así, Argentina decidió regresar a Italia, en lo que pensó que sería su recolocación definitiva. Pero el destino le reservaba todavía otro golpe. Su sobrina Elena, mi madre, enfermó gravemente a finales del verano del 69 y fallecía sobre las navidades, con apenas cincuenta y dos años. Argentina regresó a España, no ya tanto con la idea de trabajar sino con la de echar una mano a la familia tan duramente golpeada. Pero la situación todavía empeoró cuando poco después falleció también, en Madrid, su hermana Natalia. Y Argentina comenzó entonces su última tournée por España.

Argentina fotografiada retratando a la pequeña Blanca; Pérez, Zamora, 1970, c.
Ya con la salud frágil, con la vista en condiciones cada vez peores y enferma además de artritis, algo terrible para la imprescindible precisión de la mano de un pintor, empezó sin embargo a trabajar de nuevo como una obsesa. Quería retratar a todos los sobrinos y a los sobrinos nietos, a todos los niños por última vez. Y el Duero, y las montañas de la Sierra de Madrid, donde fue tan feliz en los veranos del 58 y el 59, y los campos de Castilla y más ramos de flores y, y, y... Y regresó a Zamora porque deseaba retratar a la última nacida de su sobrino Pedro, Alicia, niña de pocos meses, y retrató también a los hijos de José María y de Daniel, hijos a su vez de Agustín Pérez Piorno, el que fuera su cuñado, el segundo marido de Natalia, y finalmente, hecho todo ello, cesó la actividad. Esta vez, pasado el verano del 71, regresó a Italia, a casa de su hermana Alba y su cuñada Herma Klauser, su casa también, pero ya definitivamente. Cargó cajas y cajas de cuadros, de dibujos, de bocetos, de cuadernos, buena parte del trabajo hecho en España en veinte años, regaló otro tanto a la familia, a amigos, a conocidos, y partió. Y no volví a verla.

Atardecer en el Golfo de Trieste, óleo sobre tabla, 1972, c.

Vista desde las colinas del Carso triestino, óleo sobre tabla, una de las últimas obras de Argentina, 1973.
Su estado físico continuó deteriorándose, pero no su intelecto, y esos dos años finales también registraron una actividad no menor. La casa familiar en Trieste, siempre en una colina, pero esta vez en la de San Giusto, asomaba sobre el puerto y el golfo de la ciudad. Hizo muchos pequeños cuadros desde la ventana de su estudio, en particular óleos sobre tabla. Por entonces, lo pequeño, por su dificultad de movimiento, debía de resultarle más llevadero y manejable. Y son de esta época última muchas marinas y algunas vistas nocturnas, muy bellas, del puerto de la ciudad, progresivamente más libres y sueltas, llenas de pinceladas audaces y repletas de color, como si finalmente este no le faltara, y también muchas puestas de sol y una casi última vista desde las colinas próximas, quién sabe cuántas y cuáles dificultades hubo de vencer para ir y para regresar de allí donde realizó una tablilla con enorme soltura, la que ya no tenía tal vez, pero que compareció de nuevo, como si se hubiera librado de un algo que solo ella podía conocer.

La pintora dio sus últimas pinceladas en este cuadro, que quedó inacabado en el caballete de su estudio en Trieste. Gran ramo de flores con rosa negra, 1974.
Argentina falleció el 6 de abril de 1974. Su última tela, que quedó inconclusa, la comenzó en el 70, un gran ramo de flores en un jarrón, y la interrumpió con su precipitado regresó a España. El cuadro quedó en su caballete del estudio de Via Giustinelli. A su regreso, a partir del 72, de vez en cuando le añadía una nueva flor. Tantas, que finalmente el jarrón se convirtió en un jarrón absurdo que de ninguna manera podía contener el número de flores allí representadas. Poco tiempo antes de morir añadió una última flor. Una imposible rosa negra. Después de todo, así, la obra quizás no quedara inconclusa.

Portada del Catálogo, Ar. Cerne: ser pintora en Trieste en los años veinte, a cargo de Laura Ruaro Loseri, Trieste, 1990.
Después de su muerte se organizaron en Trieste algunas retrospectivas con parte de la obra existente en Italia. En 1975, se expusieron treinta cuadros en la Galería Rettori de Trieste, con nuevo éxito de ventas y buenas críticas. Después, en 1990, tuvo lugar una gran muestra en la Gallería d'Arte del Comune di Trieste, con un exhaustivo y apreciable catálogo, Ar. Cerne: ser pintora en Trieste en en los años veinte, a cargo de la acreditada especialista Laura Ruaro Loseri, con una contribución del crítico Carlo Milic.

Tríptico de la exposición retrospectiva de Argentina Cerne en la galería Alla Corsia Stadion, Trieste, 1977.
Hoy, al filo del cuarenta aniversario de su muerte, hemos tomado la iniciativa de abrir este sitio web dedicado a la memoria de Argentina, seguros de la validez de su obra, y también con el espíritu de querer compartir lo que quedó disponible de ella y proponer su conocimiento a un público más amplio.
Con mi agradecimiento a Argentina por los muchos días felices de mi infancia a ella debidos.
Alberto Caffaratto Ladoire. Madrid, abril de 2014.